El Beso Del Abismo

Entre la Luz y la Sombra

El rugido de la batalla

La ciudad ardía como un infierno abierto en la superficie. El aire estaba lleno de humo, fuego y gritos. En medio de aquel caos, dos figuras se enfrentaban como titanes de mundos opuestos.

Sariel, con sus alas negras extendidas como un eclipse, blandía lanzas de sombra que desgarraban el suelo y hacían temblar los edificios aún en pie.
Seraphiel, con sus alas blancas deslumbrantes, respondía con llamaradas de luz pura que atravesaban las tinieblas como cuchillas ardientes.

Cada choque era un cataclismo: las ondas de energía hacían explotar ventanas, derribar muros y arrancar gritos de los humanos que aún corrían desesperados. Y entre ambos guerreros, atrapados en el epicentro del desastre, estaban Uriel y Asmodeo.

Uriel al borde del abismo

Uriel apenas podía mantenerse de pie. Su cuerpo estaba al límite, su respiración entrecortada, sus alas rosadas cubiertas de polvo y sangre. Cada intento de alzar la mano para expulsar a un demonio poseedor le robaba lo poco que le quedaba de energía. Sus rodillas cedieron, y cayó al suelo, con la mirada nublada.

—No… no puedo más…

Asmodeo corrió hacia él, agachándose a su lado. Sus manos temblaban, no por miedo, sino por la tensión de contener todo lo que sentía.

—¡Uriel, mírame! —ordenó, tomando su rostro con firmeza— ¡No te atrevas a rendirte ahora!

Uriel apenas pudo esbozar una sonrisa triste.

—Lo intenté… demasiado…

Asmodeo cerró los ojos. Y entonces, lo hizo: extendió sus manos sobre el pecho de Uriel, y un fulgor azul, puro y cálido, brotó de ellas.

El poder de sanación, aquel don perdido desde su caída, resurgió con una intensidad inesperada. La energía azul fluyó hacia Uriel, envolviendo su cuerpo, reparando sus heridas, purificando el cansancio, devolviéndole fragmentos de su luz celestial.

Las alas rosadas de Uriel comenzaron a brillar de nuevo, su piel recuperó el resplandor níveo, y sus ojos dorados se abrieron con fuerza renovada.

—Asmodeo… —susurró, con lágrimas en los ojos— Eres mi milagro.

Asmodeo sonrió, aunque sus propias fuerzas comenzaban a agotarse.

—No. Tú eres el mío.

La batalla de colosos

Sariel lanzó una nueva ráfaga de oscuridad, una esfera que parecía contener todo el odio del Abismo. Seraphiel respondió desplegando sus alas, formando un escudo de fuego blanco. El impacto sacudió toda la ciudad como un terremoto, y Uriel y Asmodeo fueron lanzados varios metros, cayendo entre los escombros.

Sariel se giró hacia ellos, sus ojos ardiendo con odio.

—Tú no deberías existir, Uriel. Ni tú, Asmodeo. Ambos son errores que deben borrarse.

Uriel, fortalecido por el toque de Asmodeo, se puso en pie y extendió sus alas con un resplandor desafiante.

—No somos un error. Somos la prueba de que ni el Cielo ni el Abismo pueden dictar el destino de un corazón.

Seraphiel volvió a interponerse entre Sariel y los dos amantes, su voz tronando como un relámpago.

—Si quieres llegar a ellos, primero tendrás que pasar por mí.

El juicio en el Cielo

Mientras tanto, en el Cielo, la tensión era insoportable. Miguel caminaba en círculos en el salón del Consejo, con las alas rojas desplegadas como un estandarte de guerra. Pero no era la furia lo que lo dominaba, sino la duda. Gabriel, de alas doradas, lo miraba con dureza.

—Hermano, ¿cómo pudiste permitir que Uriel permaneciera en la Tierra junto a un príncipe caído? ¿No ves el riesgo que significa?

Rafael, con las alas violetas iluminadas, habló con calma, aunque su voz llevaba la gravedad de una sentencia:

—No solo lo permitiste. Lo defendiste. A ojos del Consejo, eso es casi traición.

Miguel se giró hacia ellos, con la mirada encendida.

—¿Traición? ¡Lo que vi no fue un engaño! Asmodeo lo protegió, lo sanó en medio de las garras del Abismo. Sin él, Uriel estaría muerto.

Gabriel alzó la voz, con severidad.

—¿Y eso lo redime? ¿Qué dirán los coros cuando descubran que un arcángel ama a un príncipe del Abismo?

Miguel golpeó el suelo con su espada, y el estruendo resonó en todo el salón.

—¡Dirán la verdad! Que la pureza puede nacer incluso donde hubo caída. Que no somos tan infalibles como creíamos.

Rafael bajó la mirada, pensativo. Pero en sus ojos brillaba la preocupación.

—Miguel… si sigues por este camino, no solo será Uriel quien sea juzgado. También tú.

El choque inevitable

En la Tierra, la batalla alcanzaba su punto más crítico. Seraphiel y Sariel chocaban una vez más, luz y sombra, amor y odio, Cielo y Abismo. Los edificios colapsaban, las calles se partían como vidrio, y los humanos corrían como hormigas desesperadas.

Uriel, renovado por el poder de Asmodeo, se puso de pie junto a él. Ambos sabían que no podrían huir. Estaban en el centro de la tormenta, atrapados entre el resplandor de Seraphiel y la oscuridad de Sariel.

Asmodeo apretó su espada, aún sangrando por las heridas abiertas, y Uriel extendió las manos para exorcizar a los poseídos que se acercaban como una ola interminable. Sariel rugió con odio, alzando su voz por encima del caos:

—¡Entonces mueran juntos!

Y en ese instante, una lanza de oscuridad y una llamarada blanca se lanzaron al mismo tiempo hacia ellos.

Uriel y Asmodeo están atrapados entre las fuerzas opuestas de Seraphiel y Sariel, sin saber si la colisión los destruirá o los elevará.

En el Cielo, Miguel encara a sus hermanos, sabiendo que su lealtad al amor de Uriel podría costarle su lugar entre los arcángeles. Y en el Abismo, Lucifer sonríe, seguro de que, gane quien gane en la Tierra, su nuevo príncipe ya ha sembrado la semilla de la guerra total.

¿Sobrevivirán Uriel y Asmodeo al choque entre luz y sombra, o se convertirán en ceniza en medio de la batalla? ¿Y cómo decidirá Miguel cuando el Consejo lo llame a rendir cuentas por su fe en el amor prohibido?




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