El Beso Del Abismo

El Refugio de la Luz

La retirada

Las ondas de energía producto del choque entre Sariel y Seraphiel eran tan violentas que partían las calles como espejos rotos y hacían colapsar los edificios que aún se mantenían en pie. Uriel, aunque fortalecido gracias al toque de Asmodeo, sabía que ni él ni su amado resistirían mucho tiempo en medio de ese cataclismo.

—Debemos irnos —jadeó Uriel, aferrándose al brazo de Asmodeo—. Aquí no podremos sobrevivir.

Asmodeo lo miró con la seriedad de un guerrero, pero también con el amor encendido en sus ojos celestes.
—Confía en mí. Te llevaré donde ni las sombras se atreverán a tocarte.

Con un batir de alas azules, Asmodeo lo envolvió, y juntos atravesaron las ruinas, abriéndose paso entre demonios que aún rugían por las calles. La luz de Uriel los guiaba como faro en la tormenta.

El Refugio de la Luz

Tras cruzar un portal escondido entre los pliegues del mundo, llegaron a un lugar que parecía estar fuera del tiempo. Un valle rodeado de montañas blancas, con un cielo cristalino y un río de luz líquida que atravesaba el paraje. Allí, la oscuridad no podía entrar; solo la pureza y el amor tenían permiso para cruzar sus límites.

Era un Refugio Celestial, un santuario antiguo conocido solo por los más altos coros. Asmodeo lo había encontrado en secreto, guiado por la chispa de su luz que había despertado gracias a Uriel. Uriel se dejó caer en la hierba luminosa, exhausto. Su respiración era débil, su cuerpo seguía marcado por las heridas del combate y las cargas de exorcismos. Asmodeo se arrodilló a su lado, sus manos temblando por la intensidad de la emoción.
—Déjame cuidarte. Déjame amarte como mereces.

Escena de amor y devoción

Asmodeo posó sus manos sobre el pecho de Uriel. Una cálida luz azul brotó de sus palmas, envolviendo a su amado. Lentamente, las heridas de Uriel comenzaron a cerrarse, la piel recuperó su brillo perlado, y sus alas rosadas resplandecieron como si fueran pétalos bañados en amanecer.

Uriel, con lágrimas doradas en los ojos, tomó la mano de Asmodeo y la presionó contra su corazón.
—¿Por qué me das tanto?

Asmodeo lo miró con ternura y fuego a la vez.
—Porque tú devolviste mi alma cuando yo ya la había perdido. Porque si alguna vez caí, fue para encontrarte aquí.

Uriel lo rodeó con sus alas, acercándolo a él. Los labios de ambos se encontraron en un beso profundo, lleno de desesperación y alivio, de entrega total.
El príncipe caído se desvivía por él: acariciaba cada herida, lo rodeaba con calor, como si temiera perderlo con solo soltarlo. Uriel, en cambio, lo amaba con dulzura, con la certeza de que aquel refugio no era solo un lugar, sino el corazón de Asmodeo.

Sus cuerpos descansaron en la hierba luminosa, envueltos en un abrazo interminable, mientras el refugio se impregnaba de la pureza de su unión.

La batalla de titanes

Mientras tanto, en la ciudad devastada, la lucha entre Sariel y Seraphiel alcanzaba su clímax. Seraphiel, con sus alas blancas desplegadas como un manto solar, luchaba con una precisión impecable, recordando a todo el Cielo por qué era uno de los guardianes más poderosos. Sariel, cegado por el odio y el orgullo, descargaba golpes brutales, pero su fuerza se volvía cada vez más errática.

—Has cambiado, Sariel —gritó Seraphiel mientras lo empujaba hacia atrás con un golpe de luz incandescente— Has olvidado lo que significa luchar con propósito.

Sariel rugió, arrojando una lanza negra que fue desintegrada en el aire por el fuego blanco de Seraphiel. El eco del impacto hizo temblar el Abismo mismo.

Finalmente, Sariel retrocedió, jadeante. Sus alas ennegrecidas temblaban, y en sus ojos se reflejaba la amarga verdad: había subestimado a su adversario.

—Esto no termina aquí… —escupió, retrocediendo hacia una grieta de sombras.
Su figura se desvaneció, huyendo, mientras la ciudad quedaba marcada por la violencia de su paso. Seraphiel lo observó desaparecer, su pecho agitado, pero su mirada firme.
—Y cuando regreses… yo estaré esperando.

El Consejo de Ángeles

En el Cielo, la tensión era insoportable. Miguel caminó hacia el centro del gran salón del Consejo Celestial, donde cientos de tronos alados lo rodeaban. Sus alas rojas lo hacían ver majestuoso, pero su rostro estaba marcado por el peso de sus decisiones.

Gabriel, con sus alas doradas, se levantó para hablar, su voz clara como trompeta.
—Miguel, se te acusa de haber permitido que Uriel permanezca en la Tierra junto a un príncipe del Abismo.

Rafael, de alas violetas, añadió con tono grave:
—No solo lo permitiste. Lo defendiste. A ojos del Consejo, has puesto en riesgo la ley divina.

Los ángeles murmuraron como un mar de voces. Miguel se irguió, sus ojos dorados ardiendo como brasas.
—No traicioné la ley. Traicionar hubiera sido cerrar mis ojos a la verdad. Y la verdad es que Asmodeo salvó a Uriel cuando nosotros lo habíamos perdido.

Un silencio tenso cayó sobre el Consejo. Algunos rostros reflejaban duda, otros ira, otros sorpresa. Gabriel lo miró con dureza.
—Entonces dime, Miguel… ¿a quién sirves ahora? ¿Al Cielo… o al amor de un hermano que eligió unirse a un caído?

La voz de Gabriel resonó como sentencia, y el Consejo aguardó en tensión, los ojos fijos en Miguel. El guerrero del Cielo estaba entre la espada y la eternidad: decir la verdad y ser acusado de traidor… o mentir y perder a su hermano para siempre.

En el Refugio, Uriel y Asmodeo dormían entrelazados en la luz, ignorando que, en ese mismo instante, el destino de ambos estaba siendo juzgado en las alturas.

Y en el Abismo, Sariel, humillado, juraba venganza, mientras Lucifer sonreía satisfecho.

El próximo juicio decidirá si Miguel sigue siendo el brazo del Cielo… o un traidor condenado por defender el amor imposible de Uriel y Asmodeo.




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