La defensa de Miguel
El eco de la acusación de Gabriel aún resonaba en el aire del Gran Consejo Celestial, un salón tan vasto que parecía abarcar el firmamento mismo. Los tronos de alabastro flotaban en círculos concéntricos, ocupados por querubines, serafines y potestades que observaban con severidad a Miguel, el arcángel de alas rojas.
La luz que irradiaban las bóvedas era cegadora, como si el mismo Sol ardiera en lo alto, y sin embargo Miguel se mantenía erguido, con la frente en alto y el corazón desgarrado.
—Si soy culpable de algo —tronó con voz como trueno— es de haber visto lo que ustedes se niegan a mirar. ¡Uriel sigue vivo gracias a Asmodeo! Sin él, estaríamos llorando la pérdida de un hermano.
Gabriel, de alas doradas, lo miraba con frialdad, su mirada cortante como una espada.
—Un príncipe del Abismo no puede ser redimido. Tus palabras son herejía, Miguel. Hablas como quien ya no distingue entre el Cielo y la Caída.
Rafael intervino, con voz grave y dolorosa:
—No solo hablas de redención… lo defiendes con pasión. ¿Hasta qué punto llega tu lealtad, Miguel? ¿Has olvidado la Ley?
Un murmullo recorrió el Consejo. Los coros angelicales se inclinaban hacia adelante, expectantes, algunos con duda, otros con juicio en sus rostros. Miguel cerró los ojos un instante, respiró hondo y habló con la fuerza de su convicción:
—No olvidé la Ley. Pero sé que el Amor también es la voluntad del Padre. ¿Acaso no nos enseñó que ninguna chispa de luz debe perderse? ¿Que toda llama puede ser avivada? Yo vi con mis propios ojos a Asmodeo sanar a Uriel con un poder que creíamos muerto en él. ¿No es eso una señal?
Los murmullos se volvieron más intensos. Algunos ángeles parecían conmovidos; otros, enfurecidos. Gabriel golpeó el suelo con su lanza dorada, silenciando el clamor.
—¡Basta, Miguel! Tus palabras te condenan.
El veredicto inminente
El arcángel Metatrón, hermoso escriba eterno del Cielo, se levantó con su libro abierto, dispuesto a registrar la sentencia. Su pluma de fuego flotaba sobre el pergamino, aguardando la decisión final.
—El Consejo —anunció con solemnidad— se prepara a declarar traidor a Miguel, general de los ejércitos, por haber defendido lo indefendible y puesto en riesgo el equilibrio entre el Cielo y el Abismo.
Las alas de Miguel se tensaron, cada pluma roja chisporroteando con energía contenida. No tenía miedo de la condena, pero sí del silencio injusto que caía sobre la verdad.
—Si así lo decretan, lo aceptaré —dijo, con el orgullo de un guerrero—, pero sepan esto: lo que llaman traición, yo lo llamo fidelidad al verdadero corazón del Cielo.
El ambiente estaba cargado de electricidad. El juicio parecía sellado.
La irrupción de Raguel
Entonces, un estruendo sacudió el salón.
Un haz de luz verde, tan intenso que oscureció por un instante el fulgor del Consejo, descendió desde lo alto de la bóveda celeste. Las puertas eternas se abrieron de par en par, y una figura entró con paso sereno pero imponente.
Era Raguel, el Ángel de la Justicia, el ejecutor de los designios del Creador. Sus alas eran colosales, más grandes que las de cualquier arcángel, y brillaban con un fulgor verde esmeralda que parecía contener la esencia de la vida misma. Su cabellera azul caía en cascadas sobre sus hombros, y sus ojos dorados fulguraban como soles dobles. Vestía túnica blanca refulgente, como tejido con rayos de la mañana.
Un silencio absoluto se apoderó del Consejo. Todos inclinaron la cabeza, porque sabían que donde Raguel aparecía, no había lugar para el error ni para la duda: era la voz viva de la Voluntad del Padre.
Raguel levantó una mano y el murmullo de las huestes cesó como si nunca hubiera existido.
—Detengan este juicio —ordenó, su voz grave y perfecta resonando en cada rincón del salón.
Metatrón bajó su pluma de fuego, temblando. Gabriel dio un paso atrás, sorprendido, y Rafael inclinó la cabeza con respeto. Raguel caminó hasta el centro, situándose frente a Miguel, que permanecía inmóvil, sin comprender aún el giro del destino.
—Miguel de alas rojas —dijo Raguel, con solemnidad—, se te acusa de haber traicionado la Ley. Yo declaro, por mandato directo del Altísimo, que eres inocente de toda culpa.
El eco de esas palabras fue como un rayo en el corazón del Consejo.
—¡¿Inocente?! —exclamó un coro de voces al unísono, incapaces de comprender.
Raguel alzó la mano nuevamente, y todos callaron.
—El Creador ve donde ustedes no ven. Y donde creen que hay traición, hay obediencia. Donde creen que hay caída, hay redención. La historia de Miguel aún no ha terminado, porque es parte de un plan mayor. Y ningún ángel, arcángel o serafín tiene potestad para contradecir el designio divino.
Reacciones y misterio
Los ángeles quedaron atónitos. Gabriel frunció el ceño, con el orgullo herido, mientras Rafael cerraba los ojos, aceptando con serenidad la sentencia superior. Miguel cayó de rodillas, no en humillación, sino en reverencia.
—Entonces el Padre… ¿ha visto todo?
Raguel inclinó la cabeza apenas, sus ojos dorados brillando como enigmas.
—El Padre siempre ve.
Dicho esto, extendió sus alas y, con un solo batir, la luz verde lo envolvió, desapareciendo como si nunca hubiera estado allí.
El silencio del Consejo era absoluto, roto solo por los latidos acelerados de cientos de corazones celestiales que no podían comprender lo que acababa de ocurrir.
Miguel se levantó lentamente, sus alas rojas desplegadas con renovado vigor. Ya no era un acusado, pero tampoco era un vencedor. Ahora era un signo de algo más grande, algo que ni siquiera él alcanzaba a entender del todo.
El Consejo había sido silenciado, pero no convencido. Y en el Abismo, Sariel y Lucifer reían, preparando su próximo movimiento para arrastrar al mundo humano hacia la guerra definitiva.
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Editado: 18.10.2025