En el santuario de la luz, protegido por fuerzas tan antiguas como la creación, Uriel y Asmodeo permanecían en calma, aunque sabían que esa calma era apenas un respiro en medio de la tormenta. El refugio vibraba con un aura que parecía responder a la unión de ambos: cada vez que Uriel tocaba a Asmodeo, el río de luz líquida resplandecía más fuerte, como si reconociera en su amor un eco de los designios divinos.
Uriel se mantenía de pie frente al río, sus alas rosadas desplegadas como estandartes. El brillo había vuelto por completo a él, pero no solo eso: su energía celestial parecía amplificada, como si su paso por el Abismo y el contacto con Asmodeo hubieran despertado un poder aún más profundo.
Asmodeo lo contemplaba en silencio, notando cómo su propia esencia respondía. Su poder de sanación se expandía a cada instante, sus alas azules ya no parecían pertenecer al pasado oscuro de un caído, sino a una versión nueva, purificada, que solo Uriel podía despertar.
—Cuando estoy contigo, siento que todo lo que fui desaparece… —confesó Asmodeo, posando una mano en el hombro de Uriel—. No soy un príncipe del Abismo. No soy un caído. Solo soy tuyo.
Uriel giró para abrazarlo con ternura, hundiendo su rostro en su pecho.
—Y yo tuyo, Asmodeo. Quizás este sea nuestro verdadero don: estar juntos no solo nos sana… también nos eleva.
Ambos se miraron en silencio, y supieron que su unión era más que amor: era la chispa de un poder único que, llegado el momento, podría cambiar el rumbo del mundo.
La discordia en los cielos
Mientras tanto, en el Cielo, la atmósfera era muy distinta. El eco del juicio interrumpido por Raguel aún pesaba sobre todos. El ángel de la justicia había proclamado la inocencia de Miguel, y nadie en el Consejo se atrevía a contradecirlo. Sin embargo, la aceptación no era sinónimo de perdón.
En una de las salas más majestuosas, con columnas de cristal y bóvedas adornadas con constelaciones vivientes, los tres grandes arcángeles se encontraban frente a frente: Miguel, de alas rojas y mirada de fuego; Gabriel, de alas doradas y porte regio; y Rafael, de alas violetas y semblante grave.
Gabriel fue el primero en romper el silencio, su voz fría como acero:
—Obedeceré el veredicto de Raguel porque es mandato del Padre. Pero no puedo perdonarte, Miguel. No después de que desobedeciste lo que era tu deber: traer a Uriel de regreso y apartarlo de ese… caído.
Miguel alzó la barbilla, la indignación brillando en sus ojos dorados.
—¿Caído? ¡Asmodeo lo salvó cuando nosotros lo dimos por perdido! Si lo hubiera dejado en el Abismo, hoy estaríamos lamentando su muerte.
Rafael avanzó un paso, su voz cargada de reproche.
—Quizás no lo entiendas porque lo viste con tus propios ojos, Miguel, pero nosotros solo vemos lo que significa: un arcángel, nuestro hermano, unido a un príncipe del Abismo. ¿Qué mensaje crees que envía eso al resto de las huestes?
El eco de sus palabras retumbó en el salón, y aunque los ángeles menores que observaban desde lejos permanecían callados, sus rostros reflejaban otra verdad: ellos comprendían lo que Miguel había hecho. Un serafín levantó la voz desde el fondo, tembloroso pero valiente.
—Si Uriel vive, es gracias a Asmodeo. ¿No es eso prueba de que la luz puede brillar incluso en quien cayó?
Un murmullo de aprobación recorrió el salón. Las huestes parecían dividirse: los arcángeles, aferrados a la ley antigua, y los ángeles, sensibles a la verdad que Miguel había defendido.
Gabriel los calló con un gesto severo, pero la duda ya estaba sembrada.
El enfrentamiento de hermanos
Miguel, cansado de escuchar reproches, extendió sus alas rojas con furia. El resplandor llenó toda la sala, forzando a algunos a apartar la vista.
—He luchado mil batallas, he derramado sangre en nombre de la justicia, y jamás dudé de la Ley. Pero esta vez vi algo distinto. Vi amor, vi sacrificio, vi sanación. Si ustedes llaman a eso pecado, entonces no entiendo qué justicia defendemos.
Gabriel replicó de inmediato, sus alas doradas brillando con majestad.
—¡No es justicia lo que defiendes, Miguel! Es tu propio orgullo. Te niegas a aceptar que tu juicio puede errar. Te aferras a esa unión prohibida porque temes admitir que tu hermano está perdido.
Miguel apretó los dientes, su voz cargada de fuego:
—Uriel no está perdido. ¡Uriel está más vivo que nunca!
Rafael intervino, su tono más templado, pero no menos firme.
—Y si ese amor lo arrastra al Abismo, ¿qué dirás entonces? ¿Qué lo perdiste por confiar en un traidor?
Las palabras fueron un cuchillo. Miguel retrocedió un paso, respirando hondo. Sabía que ni Gabriel ni Rafael lo entenderían… no todavía. Pero también sabía que los ojos de las huestes estaban puestos en él, y que su ejemplo ya había comenzado a cambiar corazones.
El eco del refugio
En el refugio, Uriel abrió los ojos de golpe. Había sentido el eco del conflicto en los cielos, como un rumor en su alma.
—Miguel… está sufriendo por nosotros.
Asmodeo lo abrazó desde atrás, sus alas azules envolviéndolo como un manto.
—Entonces debemos resistir aún más. Porque si caemos, ellos tendrán razón. Y no pienso darles la razón nunca.
Uriel sonrió con tristeza, pero su mirada se llenó de fuego.
—Tampoco yo.
Se besaron una vez más, pero esa vez no fue por ternura, sino como juramento de guerra.
El Cielo se dividía, los ángeles comenzaban a cuestionar la Ley, y en el Abismo, Lucifer y Sariel observaban con júbilo cómo las discordias crecían en las alturas. Y en medio de todo, Miguel, Gabriel y Rafael se enfrentaban no con espadas, sino con convicciones que podían fracturar la unidad misma de los ejércitos celestiales.
La grieta estaba abierta. ¿Sería la defensa de Miguel la semilla de una nueva era en el Cielo… o el inicio de la guerra civil más temida entre los hijos de la luz?
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Editado: 18.10.2025