El Beso Del Abismo

La Grieta de los Cielos y el Rugido del Abismo

La fractura en el Cielo

El eco del juicio interrumpido por Raguel todavía reverberaba en el Gran Consejo Celestial. El silencio había dejado cicatrices. Los ángeles menores murmuraban entre sí, los serafines intercambiaban miradas inquietas, y los tronos superiores parecían más distantes que nunca.

En el centro del salón, Miguel, con sus alas rojas desplegadas, se mantenía erguido pese a la sombra de duda que lo envolvía. Había defendido a Uriel, había proclamado la inocencia de Asmodeo y había sobrevivido a la condena gracias a Raguel. Pero eso no borraba la desconfianza de sus hermanos.

Gabriel, de alas doradas, lo miraba como si lo tuviera enfrente en un campo de batalla, no como a un hermano.
—No importa lo que Raguel haya dicho. El Padre es sabio, sí, pero tus acciones fueron tuyas, Miguel. No puedes ocultarte detrás de ese veredicto.

Rafael, con sus alas violetas vibrando como un eco de tormenta, alzó la voz:
—El Cielo entero habla de ti, hermano. Algunos creen en tu causa, otros piensan que has perdido el juicio. Siembra división, y esa división es peligrosa.

Miguel apretó los dientes. Su voz resonó como un trueno.
—¿División? ¡La división la siembran ustedes al negarse a aceptar la verdad! Uriel vive gracias a Asmodeo. El amor lo sostuvo donde el Abismo intentó devorarlo. ¿Y qué hacemos aquí? ¿Lo condenamos por vivir?

Los ángeles alrededor murmuraron, algunos conmovidos, otros indignados. Era evidente: la grieta ya no era un rumor, era real. Un joven querubín se levantó, su voz temblorosa pero firme.
—Si Asmodeo salvó a Uriel, entonces no podemos llamarlo enemigo. Quizás el Padre nos está mostrando un camino que no comprendemos.

De inmediato, un serafín de alas negras lo interrumpió con furia:
—¡Calla! El Abismo nunca cambia. El que cae, cae para siempre. Miguel se está dejando cegar por sentimientos prohibidos.

El salón estalló en discusiones. Voces en favor de Miguel, voces en contra. La luz del Cielo titilaba como si hasta los muros eternos sintieran la grieta.

La confrontación entre hermanos

Gabriel descendió de su trono, caminando hacia Miguel con pasos resonantes. Sus ojos dorados brillaban con orgullo y reproche.
—Te lo advertí, hermano. Cuando arriesgas la Ley, arriesgas todo. El Cielo no se sostiene por caprichos individuales, sino por obediencia.

Miguel se irguió, sus alas rojas extendiéndose hasta cubrir media sala.
—¿Obediencia ciega? ¿Es eso lo que quieres? Yo vi a Uriel encadenado, torturado, humillado. Y vi a Asmodeo sanar sus heridas, darle su vida cuando nadie más lo hizo. ¿Cómo puede la Ley llamarlo pecado?

Rafael intervino, su voz un filo de acero templado.
—Porque la Ley existe para protegernos de nosotros mismos. El amor hacia un caído puede ser tu perdición, Miguel. Lo sabes, aunque lo niegues.

Miguel se acercó hasta quedar frente a sus hermanos, sus rostros separados apenas por un respiro.
—¿Y si no lo es? ¿Y si este es el comienzo de algo que no entendemos aún?

Gabriel lo empujó con un golpe de su lanza, aunque no lo hirió. Fue un gesto de furia contenida.
—Entonces no serás tú quien arrastre al Cielo a esa herejía.

Los ángeles del Consejo miraban con horror. Tres de los más grandes guerreros celestiales estaban al borde de enfrentarse entre sí. Y aunque ninguno lo admitiera, todos sabían lo que significaría: una guerra civil entre los hijos de la luz.

El eco en los corazones

Mientras la tensión crecía, en los rincones del Consejo se alzaban voces de discordia.
—Miguel tiene razón. La compasión también es la Ley.
—No, Gabriel es quien guarda el orden. Si lo seguimos, el Cielo no caerá.
—¿Y Rafael? ¿De qué lado está?

Las huestes se dividían. Aquello que Lucifer no había logrado en milenios comenzaba a gestarse desde dentro: la grieta de los cielos. Rafael, viendo el peligro, intentó mediar, aunque su corazón estaba herido.
—Hermanos, no olvidemos quiénes somos. No podemos dejarnos arrastrar por emociones…

Pero su voz fue ahogada por la furia de los demás. Miguel y Gabriel ya no escuchaban razones. Solo se veían el uno al otro como adversarios irreconciliables.

El Abismo conspira

En las profundidades del Abismo, donde ni la luz ni el tiempo tienen dominio, Lucifer observaba el caos con una sonrisa. Sus alas negras, más vastas que cualquier sombra, envolvían el trono de obsidiana en el que reposaba. Frente a él, Sariel, con sus alas aún ennegrecidas por la batalla perdida contra Seraphiel, inclinaba la cabeza con reverencia.
—El Cielo se divide, mi señor. Los ángeles ya dudan, los arcángeles se enfrentan. Solo debemos empujar un poco más y se quebrarán.

Lucifer lo miró con sus ojos como brasas eternas.
—Miguel planta semillas de duda, Gabriel siembra orden, Rafael busca equilibrio… y en esa discordia, yo sembraré fuego.

Sariel levantó la mirada, su voz cargada de ansia.
—¿Y qué haremos con Uriel y Asmodeo?

Lucifer sonrió con crueldad.
—Ellos son la chispa. El Cielo los teme, el Abismo los odia. Su amor es un arma de doble filo. Déjalos vivir… por ahora. Porque mientras existan, los dos reinos se desangrarán en sospechas.

Un rugido resonó en el Abismo. Legiones de demonios aguardaban, sus ojos encendidos por el deseo de sangre. Lucifer levantó la mano, y un río de sombras emergió de los abismos profundos.

—El tiempo de la guerra ha llegado. Que los cielos se desgarren.

El refugio de Uriel y Asmodeo

En el refugio, Uriel y Asmodeo sintieron el estremecimiento del cosmos. El río de luz se agitó, y el aire se volvió pesado.

Uriel abrió los ojos, alarmado.
—Algo ocurre en el Cielo. Mis hermanos… están en guerra.

Asmodeo lo sostuvo, sus alas azules rodeándolo.
—Y el Abismo no perderá la oportunidad. Lo sé. Lo huelo en el aire.




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