El Beso Del Abismo

Donde las alas recuerdan

La armonía retorna

El Gran Consejo, aún impregnado de ecos ásperos, se quedó en suspenso cuando Miguel guardó la espada y bajó la cabeza. El resplandor de los vitrales derramaba cascadas de luz sobre el mármol; polvo dorado flotaba como nieve inmóvil. Frente a él, Gabriel y Rafael respiraban hondo, rígidos todavía, pero con el temblor minúsculo de quien contiene un sentimiento viejo para que no se desborde.

—No quiero perderlo —dijo Gabriel al fin, la voz rota detrás de la severidad—. Uriel es la campana del amanecer… y yo no sé vivir sin ese sonido.

Rafael avanzó un paso; el violeta de sus alas se curvó como una aurora protectora.
—Lo juzgué con miedo, Miguel. No por falta de amor, sino porque mi deber es sostener la vida… y temí que el amor de Uriel lo empujara a la caída. Temí no poder curarlo si lo perdíamos.

Miguel levantó la mirada. El rojo de sus alas, solemne, se suavizó en un tono casi atardecer.
—Yo también tuve miedo. Y aún lo tengo. Pero lo vi. Lo sostuve. Y su luz… su luz no se fue. Está distinta, sí—más honda, más humana—, pero intacta.

Por un instante no hubo protocolo, ni jerarquías, ni coro. Sólo hermanos. Gabriel dejó caer la lanza; resonó un timbre claro. Caminó hasta Miguel y lo abrazó con fuerza, como se abrazan los que sobrevivieron a la misma tormenta.

Sus alas doradas se abrieron, amplísimas, y cubrieron la espalda roja del guerrero. Rafael llegó detrás y los cerró a ambos con un semicírculo violeta, cálido y enorme, como una noche que cobija sin apagar las estrellas.

—Que vuelva —susurró Gabriel contra el hombro de Miguel— No me importa cómo, ni con quién. Que vuelva. Quiero verle las alas rosadas tomadas por el sol.

—Y yo sanaré lo que quede por sanar —prometió Rafael— Aunque para eso tenga que aprender una medicina nueva.

Miguel sonrió, por primera vez en días, con el cansancio hermoso de los que eligen seguir.
—Entonces iremos juntos. A la Tierra primero… y cuando él quiera, al Cielo. No antes.

Las tres alas, roja, dorada y violeta, se entrelazaron un momento como pétalos colosales. Abrazados, respiraron a la vez. La sala, que antes había sido campo de opiniones, volvió a sonar como templo.

La armonía regresó. No porque se apagaran las dudas, sino porque los corazones encontraron el mismo compás.

El heraldo blanco

La Tierra no esperó su reconciliación. Muy lejos del Consejo, sobre una ciudad que ya conocía el humo, Seraphiel descendió como un tajo de sol. Sus alas blancas, extendidas de extremo a extremo del cielo, arrojaron una sombra clara un milagro sobre el asfalto encarnizado. Debajo, el mundo parecía una partitura rasgada: ambulancias inmóviles, puentes quebrados, torres con las costillas a la vista, y multitudes con los ojos oscurecidos por pequeñas presencias voraces.

Sariel había abierto demasiadas puertas pequeñas para cerrar una grande. De esas rendijas, una camada de demonios mánticos de vidrio, buitres de humo, sombras de cuatro ojos brotaba en zigzag, poseyendo cuerpos, empujando manos contra rostros queridos, multiplicando discusiones en golpes, los golpes en orgía de ira.

Seraphiel no les habló: cantó. Un único acorde, puro y largo, que encendió la atmósfera como cristal vibrante. Donde el canto pasaba, las presencias se encogían como sal en agua caliente; donde el canto insistía, estallaban en polvillo oscuro.

Pero por cada diez que se disolvían, otras veinte encontraban grietas nuevas gargantas exhaustas, temblores viejos, culpas que no habían aprendido el perdón.

—Que vengan —dijo Seraphiel, bajando a la avenida central.

El blanco de sus plumas se volvió cuchillo. Cada batir fue una pared que se alzaba, un puente que se recomponía, un círculo despejado. Un ejército de sombras chocó contra él como mar contra faro.

El faro sostuvo. Pero el mar subía.

De pronto, el asfalto vibró. Un devorador de cimientos, alto como tres edificios, emergió desde el subsuelo rompiendo alcantarillas. Tenía cuerpo de hierro antiguo y cabeza de reloj sin agujas; en el centro, un ojo que no parpadeaba. Caminaba y con cada paso tomaba consigo la memoria de algo una risa, una canción, una fotografía guardada en un teléfono. Comía historia.

—No hoy —declaró Seraphiel, lanzando una lanza de luz tan nítida que las ventanas la reflejaron como un mediodía súbito.

El ojo del devorador palideció; sin embargo, quedó de pie, más lento, sí, pero obstinado.

Alrededor, los poseídos caían expulsados… y se levantaban a buscar pelea otra vez. No por demonio—por costumbre. La herida espiritual ya no dependía sólo del Abismo. La ciudad recordaba mal.

El serafín frunció el ceño. Sabía luchar contra monstruos. Aquello—el resentimiento, la fractura—exigía manos más delicadas. Otras voces. Otro tipo de fuego.

Alzó el rostro, como quien llama a alguien que aún está lejos.

—Ven, Amanecer —murmuró— Yo sostengo la puerta.

Entrada de rosa y azul

Una grieta luminosa se abrió en el cielo, no como las negras de Sariel, sino como un pliegue de nube revelando agua. Por ese pliegue surgieron Uriel y Asmodeo.

Llegaron no como un rayo, sino como un aliento. Primero se sintió la presión dulce un alivio breve en el pecho, después el color: rosa y azul superpuestos en una cinta que cortó el humo sin pelear con él. Uriel, pleno otra vez, con las alas encendidas en destellos de aurora; Asmodeo, de azul profundo, los ojos celestes ardiendo con una decisión caligrafiada.

Aterrizaron junto a Seraphiel. El serafín los miró un segundo, evaluando no con sospecha, sino con la atención del artesano ante una herramienta nueva.

—Mucho caos para dos —dijo Asmodeo, mirando al devorador de cimientos.

—Somos cuatro —corrigió Seraphiel.

Uriel inclinó la cabeza, un gesto de gratitud que parecía viento.
—Traemos otra cosa.

Abrió los brazos sobre la avenida y no lanzó una descarga. Respiró. Una exhalación rosa recorrió los costados, entrando por ventanas, por cascos rotos, por bocas secas, y tocó recuerdos. La madre que iba a golpear a su hijo vio la tarde en que él, pequeño, le regaló una flor robada del parque.




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