El Beso Del Abismo

El Grito de un Hermano

El escudo del amanecer

El campo de batalla era un caos absoluto. Los edificios ardían, las sombras reptaban por las calles como venas negras y los gritos humanos se confundían con los rugidos demoníacos.

En medio de aquel infierno, Uriel se detuvo.
Sus alas rosadas, abiertas en toda su magnificencia, se iluminaron con un resplandor cegador. Un círculo de luz nació a su alrededor, expandiéndose como una cúpula viva. El Escudo del Amanecer su don más íntimo, aquel que no podía invocar en el Abismo se alzó ahora, intacto, indestructible.

El ruido afuera se volvió un eco lejano. Golpes, cadenas, alaridos: todo se estrellaba contra la barrera luminosa sin atravesarla. Dentro de aquel santuario temporal, Uriel quedó solo consigo mismo, con la respiración agitada y el corazón desgarrado.

—No basta… —susurró con un hilo de voz, inclinando la frente — No basta con nosotros tres.

Cerró los ojos y dejó que su esencia se extendiera. Su luz, purificada y restaurada, atravesó el velo entre mundos como un río rosa que buscaba a sus hermanos.

El llamado desesperado

En el Cielo, en medio del resplandor de las bóvedas eternas, Miguel, Gabriel y Rafael sintieron un estremecimiento. La voz de Uriel, no hablada, sino gritada desde el alma, los alcanzó como un trueno cargado de dolor y súplica.

—¡Hermanos! —la voz de Uriel atravesó sus pechos como relámpago—. No podemos más. Seraphiel, Asmodeo y yo sostenemos el frente, pero las huestes del Abismo no ceden. Cada paso que damos, nos arrancan diez. Cada herida que cerramos, abren veinte más. ¡No podremos soportar solos!

Miguel, con sus alas rojas brillando, dio un paso hacia adelante, apretando los puños.
—Lo sabía. El Abismo no manda ejércitos pequeños… manda tormentas enteras.

Gabriel inclinó la cabeza, su cabello rubio dorado cayendo sobre su túnica blanca. Su voz, grave, contenía la angustia del que se siente culpable.
—Uriel… lo que más temíamos está ocurriendo. Te vemos luchar desde aquí, pero no podemos llegar a ti si no abrimos las puertas.

Rafael, con sus alas violetas extendidas, alzó la voz con fuerza, su corazón ardiendo.
—¡Entonces abramos las puertas! ¡El Cielo no puede mirar hacia otro lado mientras nuestros hermanos sangran!

El llamado de Uriel continuaba, desgarrador.
—¡Si me amáis, si me recordáis como vuestro hermano… ayudadnos! ¡No dejéis que me arranquen otra vez de vosotros! ¡No dejéis que Asmodeo, que luchó a mi lado, quede solo contra el infierno!

Las lágrimas doradas de Uriel se mezclaban con la luz del escudo. Se sentía vulnerable, pero no había otra opción.

La decisión

Miguel se giró hacia Gabriel y Rafael, su voz vibrando con la pasión de un guerrero y el amor de un hermano.
—No podemos permitir que él pelee solo. No importa si el Consejo aún duda, no importa si la Ley titubea. Somos sus hermanos. Y los hermanos no abandonan.

Gabriel lo miró, su expresión endurecida. Durante un instante pareció resistirse, pero luego bajó la mirada, vencido por la verdad del vínculo.
—No quería admitirlo… pero no es la Ley la que me guía ahora. Es el amor que siento por Uriel.

Rafael se acercó, posando una mano sobre el hombro de Miguel.
—Entonces iremos. No como jueces. No como soldados. Sino como familia.

Los tres se miraron, y en ese silencio, sus alas se desplegaron juntas: rojas, doradas y violetas, iluminando el Cielo como una nueva constelación.

La respuesta

Uriel, aún dentro de su escudo, sintió la fuerza de sus hermanos entrar en él como un río de fuego, oro y violeta que se mezclaba con el rosa de su propia luz.

Se arrodilló, temblando, y sollozó.
—Gracias… gracias, hermanos.

El escudo brilló más fuerte, y por primera vez desde el inicio de la batalla, Uriel sintió que no estaba solo.

El caos en la Tierra

En la ciudad, las huestes del Abismo avanzaban como marea infinita. Las calles estaban cubiertas de humo negro; los rascacielos caían como huesos quebrados. Hombres y mujeres peleaban entre sí, poseídos por sombras que los hacían golpear a quienes más amaban.

Seraphiel blandía su espada blanca, cada golpe liberando a decenas de almas atrapadas. Pero su fuerza titubeaba, sus alas estaban rasgadas. Asmodeo, con sus ojos celestes ardiendo, había empuñado una cadena arrancada de los heraldos y la usaba como látigo de luz azul, abriendo surcos entre los demonios. Pero el cansancio le quemaba los músculos, y cada golpe era más pesado.

En medio del caos, una grieta inmensa se abrió en el cielo: el Abismo rugía. Y de esa grieta descendieron criaturas titánicas: serpientes aladas de humo, torres ambulantes hechas de cráneos, lobos con tres cabezas y cuerpos de hierro. Uriel salió de su escudo justo en ese instante. Sus alas rosadas, refulgentes, lo envolvían como una llama viva.

—¡Resistid! —gritó con voz de trueno—. ¡Ellos vienen!

Seraphiel giró, jadeando.
—¿Quiénes?

Uriel alzó la mirada, con lágrimas doradas cayendo por su rostro, pero una sonrisa encendiéndolo.
—Mis hermanos.

En lo alto, el firmamento comenzó a quebrarse en tres resplandores distintos: rojo, dorado y violeta. Tres meteoros de luz descendían, majestuosos, directos hacia la batalla.

Las huestes del Abismo rugieron con furia.
Los humanos, poseídos, se estremecieron.
Y Uriel, al ver el fulgor de sus hermanos, sintió que la esperanza renacía.

El cielo mismo bajaba a la Tierra. La batalla estaba a punto de alcanzar un nivel jamás visto, con los cuatro arcángeles juntos, por primera vez en milenios, dispuestos a luchar codo a codo… aunque el Abismo aún guardaba su arma más terrible.




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