La llegada de los hermanos
El cielo rugió con el sonido de mil trompetas celestiales. Tres columnas de luz descendieron al mundo humano, rompiendo el humo y las tinieblas que cubrían la ciudad devastada. Los demonios se estremecieron, sus rugidos se apagaron, y hasta las sombras parecieron retroceder.
Miguel cayó primero, envuelto en fuego carmesí. Su espada brillaba con una intensidad abrasadora, y donde la blandía, el aire se purificaba y las tinieblas huían. Su presencia era orden y juicio.
Gabriel descendió detrás, rodeado de una ráfaga de viento dorado que hizo volar el polvo y disipó el humo. De su lanza emanaba una melodía que devolvía la cordura a los humanos que aún peleaban bajo posesión.
Rafael, el sanador, llegó envuelto en destellos violetas, con un aura cálida que cerraba heridas, curaba cuerpos y restauraba la fe perdida.
Uriel, al verlos, cayó de rodillas con lágrimas de alivio, sus alas rosadas extendiéndose al máximo.
—¡Hermanos…! —gritó con voz quebrada.
Miguel se acercó, lo levantó y lo abrazó con fuerza.
—No más soledad, hermano mío. El Cielo está contigo.
Gabriel extendió una mano sobre su cabeza, su expresión entre amor y culpa.
—Perdónanos por llegar tarde. Tu luz nos guió hasta aquí.
Rafael sonrió, con la serenidad de quien trae esperanza.
—Y mientras esa luz exista, ninguna oscuridad podrá consumir el alma humana.
Asmodeo, al verlos juntos, dio un paso atrás. Sabía que no era uno de ellos, pero su corazón latía con un orgullo que lo superaba. Miguel giró hacia él, su mirada seria pero sincera.
—Príncipe del Abismo… no olvido quién fuiste. Pero hoy te veo como quien eres. —Y extendió su mano—. Lucha con nosotros.
Asmodeo se inclinó ligeramente, y al estrechar su mano, un destello azul cruzó el aire, uniendo brevemente los colores de ambos mundos.
Seraphiel, observando desde la altura, sonrió satisfecho.
—El Cielo está completo otra vez —murmuró—. Ahora, que el Abismo tiemble.
La batalla desatada
Los demonios avanzaron con una furia renovada, comandados por heraldos que rugían los nombres de los príncipes caídos.
Las calles se convirtieron en ríos de fuego. Torres de energía negra se alzaban en cada esquina, corrompiendo la realidad.
Miguel lanzó su espada hacia el cielo y una lluvia de fuego sagrado cayó sobre las hordas. Gabriel, girando su lanza, invocó columnas de viento que barrieron a los demonios del suelo. Rafael elevó sus manos, y desde ellas surgieron cientos de esferas violetas que sanaban a los heridos y devolvían fuerzas a los exhaustos.
Uriel, con su luz rosada, creó puentes de energía que unían a los arcángeles, permitiendo que su poder fluyera como un solo río. Asmodeo, rodeado por el fulgor azul de su fuego interior, combatía cuerpo a cuerpo con los heraldos más feroces, cada golpe acompañado de un estallido de luz y un rugido de desafío.
El mundo entero parecía vibrar con la sinfonía de la guerra: el fuego de Miguel, el viento de Gabriel, la sanación de Rafael, la pureza de Uriel y el coraje azul de Asmodeo se entrelazaban como los acordes de un mismo canto.
Pero mientras la batalla alcanzaba su clímax, algo más oscuro se movía debajo del suelo.
El arma del Abismo
El pavimento se partió en una grieta gigantesca. Desde las profundidades emergió un sonido gutural, un rugido que no pertenecía a ninguna criatura conocida.
Seraphiel detuvo su vuelo, su mirada dorada clavándose en el centro de la grieta.
—No… no puede ser…
La tierra tembló, el aire se volvió frío y la luz se distorsionó. De las sombras surgió un coloso hecho de carne y hierro, con alas ennegrecidas y un cuerpo cubierto de runas ardiendo. Su rostro, dividido entre belleza y horror, tenía ojos dorados… como los de un ángel. Uriel dio un paso atrás, horrorizado.
—¡No…! ¡Es imposible!
Asmodeo apretó la mandíbula, sus pupilas se dilataron.
—Lo han hecho. Han creado un híbrido con la luz robada…
El monstruo rugió, y su voz retumbó como cien trompetas invertidas.
—Soy Arael, el eco de los que cayeron.
Miguel se adelantó, blandiendo su espada.
—¡Blasfemia! ¡Nadie puede profanar la esencia divina sin pagar el precio!
Arael levantó la mano y un haz de energía oscura lo golpeó de frente, arrojándolo contra una torre derrumbada. Rafael corrió hacia él, sanando su pecho herido con un resplandor violeta.
Gabriel y Seraphiel atacaron desde el aire, pero Arael los desvió con un simple aleteo, su poder era inconmensurable. Cada movimiento suyo arrancaba trozos de ciudad, cada rugido distorsionaba la realidad. Uriel comprendió entonces el horror:
—Usaron la luz robada de los humanos… y parte de mi propia esencia.
Su escudo rosado tembló por primera vez. Las manos le ardían. Asmodeo lo sujetó, mirándolo con firmeza.
—Si es tu luz… también puedes dominarla.
Uriel lo miró con los ojos llenos de lágrimas.
—No sé si podré.
—Entonces préstamela —dijo Asmodeo—. Y lo haremos juntos.
La fusión de la luz
Asmodeo tomó las manos de Uriel y las entrelazó con fuerza. La unión de su energía celestial y la de Asmodeo creó una corriente que nadie había visto jamás: un rayo violeta puro, mezcla de amor y redención.
Sus alas rosadas y azules se fundieron en un torbellino brillante que los envolvió.
Miguel, observando desde el suelo, comprendió que lo que estaba viendo era algo más grande que la guerra: era la prueba de que la caída no era eterna, que la luz podía regresar incluso a quien había vivido entre sombras.
Arael rugió, lanzando un torrente de energía oscura. Uriel y Asmodeo, fusionados, respondieron con una ola violeta que chocó contra el ataque, quebrando el suelo y dividiendo el cielo. El impacto hizo vibrar el mundo entero. Seraphiel gritó entre los relámpagos:
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Editado: 18.10.2025