El Beso Del Abismo

La Luz que no Muere

El silencio del alma

El mundo exterior se detuvo. Los vientos cesaron. Los demonios desaparecieron. El cielo permaneció suspendido en un silencio sepulcral. Uriel flotaba en medio de un vacío de oscuridad. No había tierra ni cielo. Solo la negrura infinita. Sus alas aquellas alas rosadas que alguna vez iluminaron mundos enteros estaban plegadas a su espalda, teñidas de sombras que latían como venas vivas.

Su respiración era pesada, cada exhalación un hilo de luz que se extinguía antes de nacer. A su alrededor, susurros. Miles. Millones. Voces sin cuerpo, que reptaban como humo y lo acariciaban con promesas y lamentos. Y entre todas ellas, una voz dulce, profunda, casi musical.

—Uriel… amado de la luz… —susurró aquella voz—. ¿Por qué resistir lo inevitable?

Lucifer. Su tono era aterciopelado, como el de un hermano que ofrece consuelo.

—No tienes que sufrir más — continuó— Entrégate a mí, y serás el noveno príncipe del Abismo. Tu pureza no será destruida; será adorada. Brillarás entre nosotros. Y Asmodeo… su voz se volvió melosa Asmodeo será perdonado. Volverá a ocupar su trono. Juntos reinarán sobre la frontera entre la luz y la sombra. Uriel apretó los dientes, su respiración se volvió un jadeo.

—No… —susurró, con esfuerzo— No soy como ustedes…

—¿No? —rió Lucifer suavemente— Dime, ¿qué te diferencia de nosotros? Has amado a un príncipe del Abismo. Has compartido su luz. Has tocado lo prohibido. Ya eres uno de los nuestros, Uriel…

Las sombras se movieron, formando figuras que se estiraban y encogían como humo consciente. En ellas, Uriel vio los rostros de sus hermanos caídos: Sariel, Belial, Asmodeo cuando aún era un príncipe oscuro y detrás, el propio Lucifer, hermoso e imposible de mirar sin sentir la herida del deseo y la culpa.

El príncipe de la oscuridad extendió su mano desde las tinieblas, una mano de piel blanca, perfecta, que relucía como mármol.

—Ven conmigo, Uriel. Nadie en el Cielo te entenderá. Pero yo sí. Yo fui luz como tú. Sé lo que es amar y perderlo todo por amor.

Uriel bajó la mirada. Su pecho ardía, no de miedo, sino de duda. Lucifer tenía razón en algo: había amado, había desobedecido, había sentido placer en los brazos de un ser que no pertenecía a la luz. Pero también sabía que ese amor no había nacido del pecado, sino de la redención.

Sus manos temblaban. La oscuridad comenzó a enredarse en sus muñecas, subiendo lentamente por sus brazos. Se introducía en su piel como tinta viva, manchando su pureza.

—Ríndete, Uriel… —susurró Lucifer más cerca—. No luches más. Nadie te salvará esta vez.

Los que observan

Fuera de aquel vacío mental, en el mundo físico, los demás contemplaban con impotencia.

Uriel estaba suspendido en el aire, envuelto en un halo de energía oscura. Sus alas se agitaban violentamente, como si cada pluma ardiera. Miguel, Gabriel, Rafael, Seraphiel y Asmodeo lo rodeaban a distancia, incapaces de acercarse.

Una barrera invisible separaba al arcángel purificador del resto. La luz y la oscuridad que luchaban dentro de él eran tan poderosas que cualquier intento de intervención destruiría incluso a los más fuertes.

—¿Cuánto tiempo lleva así? —preguntó Rafael, su voz cargada de angustia.

—Tres horas en el mundo físico —respondió Seraphiel, con el rostro serio—. Pero dentro de su mente… podrían ser siglos.

Asmodeo observaba en silencio. Sus manos cerradas en puños, los nudillos blancos. Cada vez que Uriel gritaba dentro de su propio infierno, Asmodeo sentía que una daga invisible le atravesaba el pecho.

—No puedo quedarme quieto —gruñó con desesperación—. ¡Debo entrar!

Miguel lo detuvo con una mirada severa pero compasiva.
—No puedes, hermano. Es su batalla. Solo él puede purificarse.

Asmodeo apretó los dientes.
—No me importa lo que digan las leyes del Cielo. Si él muere, nada me detendrá.

—No morirá —intervino Seraphiel, su voz serena como una campana—. Uriel es el Purificador. Él destruye la corrupción. Él transforma la oscuridad en vida.

Gabriel, sin apartar la vista de su hermano, murmuró:

—Pero, ¿y si esta vez la oscuridad es demasiado profunda… incluso para él?

Nadie respondió. El silencio fue la única oración que pudieron ofrecer.

La batalla interior

Dentro de su mente, Uriel cayó de rodillas. La oscuridad lo envolvía completamente.
No sentía su cuerpo. Solo un peso insoportable sobre el alma.

Lucifer se acercó, su silueta rodeada de luz negra. Su belleza era tan grande que dolía.
Sus ojos, del color del amanecer corrompido, lo miraban con una mezcla de ternura y burla.

—¿Por qué resistir, pequeño ángel? ¿Qué es la luz sino otra forma de prisión? La oscuridad te ofrece libertad. No más juicios. No más órdenes. Solo poder… y amor sin culpa.

Uriel levantó la mirada, y sus ojos dorados, aunque debilitados, aún ardían.

—No quiero un amor sin culpa… —susurró con voz temblorosa— Quiero un amor que redima. Que sane. No uno que destruya.

Lucifer sonrió con lástima.
—Hablas como un niño que no entiende la naturaleza del fuego.

De pronto, cientos de cadenas negras se alzaron del suelo ilusorio y se enroscaron alrededor del cuerpo de Uriel, clavándose en su carne, apretando su cuello, sus alas, sus piernas. Lucifer lo observaba con placer.

—Así fue como me resistí yo también —susurró con nostalgia—. Pero al final comprendí. Nadie vence al abismo.

Las cadenas se tensaron. Uriel gritó, su voz resonó como un eco en cien mundos. Cada grito hacía temblar las sombras.

Asmodeo, fuera del vacío, cayó de rodillas al escucharlo. Su pecho ardía como si compartiera el dolor de Uriel.

Dentro, la oscuridad se arremolinó formando una tormenta. Lucifer levantó la mano, y del vacío surgió una imagen: Uriel de pie, con alas negras, coronado, rodeado de fuego azul.




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