El Beso Del Abismo

El Corazón que No Cae

La ilusión del Abismo

La paz tras la batalla era solo un espejismo.
El mundo parecía dormido bajo un cielo sin estrellas, y sin embargo, algo reptaba entre las grietas de la realidad: una voz, un susurro que se arrastraba como seda venenosa.

Uriel abrió los ojos en medio de la penumbra. Estaba otra vez solo. El aire olía a humo y ceniza. El paisaje era idéntico al de la Tierra después del combate… pero algo no encajaba. No había sonido. No había vida.

—¿Dónde… estoy? —murmuró con voz débil.

Entonces la escuchó. Esa voz dulce, profunda, hipnótica.
—En el lugar donde siempre perteneciste, mi hermoso ángel.

Lucifer apareció ante él, más bello que nunca. Su piel era como la porcelana bañada en fuego, sus ojos, pozos de oro líquido. Su presencia llenaba todo. A su lado, las sombras parecían inclinarse en reverencia.

—No temas —susurró mientras se acercaba— No quiero destruirte. Solo mostrarte lo que podrías tener… si me eligieras.

Un chasquido. El mundo cambió. Uriel parpadeó y se encontró de pie en un jardín celestial, pero no era el Cielo. El suelo estaba cubierto de flores que brillaban con una luz dorada tenue, y el aire tenía un perfume dulce y embriagador. A su lado, Asmodeo.

Pero no el Asmodeo real. Este Asmodeo llevaba las insignias de su antiguo rango: alas negras como el azabache, corona de fuego, mirada peligrosa y seductora. Se inclinó hacia él, tomó su mano y la besó.

—Te he esperado, amor mío —susurró la ilusión con una voz que era idéntica a la de su verdadero amado—. El Abismo no tiene poder sobre nosotros ahora. Este es nuestro reino. Nuestro hogar.

Uriel sintió que el corazón se le detenía. Era todo lo que alguna vez soñó y temió a la vez. Paz. Eternidad. El amor de Asmodeo sin culpa, sin guerras, sin juicios. Lucifer lo observaba desde la distancia, con una sonrisa satisfecha.

—Mírate, Uriel. Todo lo que has deseado está frente a ti. Si dices que sí, nadie volverá a castigarte. Ni el Cielo ni el Infierno podrán tocarlos.

El falso Asmodeo levantó la mano, acariciándole el rostro con ternura. Su piel era cálida. Real. Demasiado real. Uriel sintió el temblor en su alma. Por un instante creyó… creyó que era verdad. Hasta que vio algo en los ojos de aquel Asmodeo: no eran celestes. Eran vacíos. No tenían luz. Su respiración se cortó. Retrocedió un paso.

—No… no eres él.

La ilusión sonrió con melancolía.
—¿Y qué importa? Te amo igual.

Uriel apretó los dientes.
—¡No! ¡Tú no sabes amar! El amor no se impone, no se fabrica con mentiras. El verdadero Asmodeo renunció al poder por mí. Él sangró, cayó, sufrió… y aún así eligió amarme en la oscuridad. ¡Tú jamás podrías ser él!

El jardín se estremeció. Las flores comenzaron a marchitarse, y las sombras se retorcieron de ira. Lucifer lo observó con una calma peligrosa.

—Tan predecible. Creí que el amor te haría débil, pero parece que te ha fortalecido.

Uriel dio un paso adelante, su luz brillando como una llama sagrada.
—El amor no me debilita, Lucifer. Me libera.

Las sombras rugieron, intentando devorarlo, pero su luz se expandió como un amanecer violento, rompiendo la ilusión en mil fragmentos. El falso Asmodeo gritó antes de desaparecer, y la voz de Lucifer resonó entre los escombros del sueño:

—No has ganado, Uriel. Ningún amor resiste eternamente. Algún día dudarás. Algún día… lo perderás.

El despertar

Uriel abrió los ojos jadeando.
Estaba de regreso en el mundo real, su cuerpo cubierto de sudor, su respiración acelerada. La primera imagen que vio fueron los ojos celestes de Asmodeo inclinándose sobre él, llenos de angustia y amor.

—Uriel… —susurró el príncipe caído, tomándolo entre sus brazos— Vuelve a mí, por favor.

Uriel lo miró, temblando.
—Lucifer… intentó hacerme caer otra vez.

Asmodeo lo abrazó con fuerza, apoyando su frente contra la suya.
—No pudo, ¿verdad?

—No. —Las lágrimas corrieron por el rostro del arcángel, pero no de tristeza— No pudo porque tú existes.

El abrazo fue más que físico. Fue la unión de dos esencias opuestas que habían aprendido a amarse sin destruirse. El fuego azul de Asmodeo se entrelazó con la luz rosada de Uriel, y por un instante, todo el cielo se tiñó de violeta. A lo lejos, en las alturas, Miguel, Gabriel, Rafael y Seraphiel contemplaban la escena desde el velo celestial.

—Ya no los necesitamos aquí —dijo Rafael con una sonrisa serena— Han encontrado su equilibrio.

—Y nosotros necesitamos el nuestro —agregó Gabriel, posando una mano en el hombro de Miguel.

Miguel asintió, su mirada cargada de respeto y paz.
—Regresemos al Cielo. Que ellos curen lo que nosotros no pudimos.

Las alas de los cuatro se desplegaron, magnificentes y coloridas, creando una sinfonía visual que atravesó las nubes y desapareció hacia la luz divina.

El eco del Abismo

En las profundidades, Lucifer observaba la escena a través de los ojos de las sombras.
Su expresión, por primera vez en eras, era la de un ser que había perdido algo irrecuperable.

—Inquebrantables —susurró con voz amarga— Lo imposible: la unión de la pureza y el pecado.

Sariel, ahora con alas negras relucientes, se acercó con una sonrisa maliciosa.
—¿Entonces hemos perdido?

Lucifer lo miró con una calma gélida.
—El amor de un ángel no se quiebra fácilmente… pero la eternidad es larga, y el dolor, paciente.

Belial, apoyado en una columna de fuego, soltó una carcajada seca.
—Esa unión será su ruina. Si el Cielo no los destruye, el propio tiempo lo hará.

Lucifer cerró los ojos y exhaló, su voz volviéndose un murmullo suave, casi reverente.
—Tal vez. Pero por ahora, que los disfruten. Quiero que recuerden que el amor, incluso el más puro, tiene un precio.

Las sombras a su alrededor se agitaron, formando remolinos de oscuridad que parecían susurrar nombres prohibidos.




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