El Beso Del Abismo

Luz en la Carne

El refugio de los dos mundos

El amanecer era tan suave que parecía pintado a mano. Los primeros rayos del sol se deslizaban entre las montañas, tocando el valle oculto donde solo los seres de luz podían entrar. Allí, en ese santuario invisible al ojo humano, Uriel y Asmodeo hallaron reposo después de siglos de guerra, fuego y oscuridad.

Las aguas del río cercano corrían con un brillo rosado, reflejando el color de las alas de Uriel. El aire era tibio, lleno de un perfume dulce que emanaba de los árboles sagrados.
Era un lugar donde la Tierra y el Cielo se tocaban sin destruirse.

Asmodeo, con el torso desnudo y la piel bañada por la luz, se encontraba sentado junto a la orilla. Su cabello negro caía sobre sus hombros, y sus ojos celestes parecían fragmentos del cielo que tanto había perdido. Sus alas ya completamente azules y luminosas descansaban extendidas detrás de él, reflejando destellos plateados con cada movimiento del agua.

Uriel lo observaba en silencio. Su corazón, aún dolido por las ilusiones que Lucifer había intentado tejer en su mente, se calmaba al verlo. Había en Asmodeo algo que ninguna voz del Abismo podía imitar: su vulnerabilidad, esa mezcla de fuerza y ternura que lo hacía tan peligrosamente humano.

—Pareces un mortal cuando respiras así —murmuró Uriel acercándose, con una sonrisa apenas perceptible.

Asmodeo levantó la vista y respondió con un tono suave.

—Tal vez eso soy ahora. No un demonio. No un príncipe. Solo un hombre que respira gracias a ti.

Uriel se detuvo frente a él. La luz matinal bañaba sus cabellos rubios largos, dorando sus puntas. Sus ojos dorados tenían una calidez nueva, más terrenal. Se inclinó, tocando el rostro de Asmodeo con la punta de sus dedos.

—No digas eso. No me debes nada.

—Te debo todo. —Asmodeo tomó su mano y la presionó contra su corazón—. Tú me diste algo que ni siquiera el Cielo puede comprender: la redención.

Por un instante, el silencio se volvió un puente entre ambos. El viento jugó con sus cabellos. Las alas de ambos se rozaron, creando un resplandor violeta que llenó el aire de chispas. Uriel sonrió débilmente.

—No sé si lo que hicimos fue redención… o locura.

Asmodeo acercó su frente a la de él.
—Tal vez ambas cosas. Pero prefiero la locura a volver al vacío.

Humanos entre humanos

Esa mañana, decidieron abandonar el valle oculto para mezclarse con los humanos.
Sabían que no podían quedarse eternamente aislados. El equilibrio debía mantenerse también entre los hombres.

En una pequeña ciudad costera, adoptaron identidades humanas: Uriel, un joven de cabellos dorados y ojos claros, se hizo pasar por médico en un pequeño hospital. Asmodeo, con su porte elegante y mirada intensa, trabajó como restaurador de arte en una galería cercana.

Ambos escondían sus alas bajo forma humana. Aun así, su presencia llamaba la atención: nadie podía evitar mirarlos.
Tenían una belleza que no pertenecía a este mundo.

En las noches, cuando regresaban a la pequeña casa junto al mar que habían elegido como refugio, el sonido de las olas se mezclaba con el rumor de sus conversaciones. Uriel solía sentarse en el alféizar, mirando el horizonte.

—Los humanos sienten tanto… y tan rápido —comentaba, pensativo—. Aman, sufren, odian… y aun así siguen buscando la luz.

Asmodeo, desde el sofá, sonreía con un dejo de ironía.
—Ellos no saben lo afortunados que son. No cargan con siglos de culpa ni con el peso de la eternidad.

—Por eso los admiro. Porque se levantan incluso cuando saben que volverán a caer.

Asmodeo se levantó, caminó hacia él y lo rodeó con los brazos por la espalda.
—Como tú.

Uriel giró lentamente y quedó frente a él.
Sus miradas se encontraron, y por un instante, el tiempo se detuvo.

Era extraño cómo incluso después de tanto dolor, podían seguir mirándose con esa devoción silenciosa, con esa fe que ya no le debían al Cielo ni al Abismo, sino el uno al otro.

El beso llegó sin anuncio. Lento, profundo, lleno de calma y de necesidad. Las luces del crepúsculo bañaban la habitación, y el mar parecía murmurar su bendición.

La memoria del fuego

Esa noche, mientras dormía, Uriel soñó. No con el Abismo. No con Lucifer. Sino con él mismo. Se vio a sí mismo antes de la caída, rodeado de coros, su luz pura e intacta. Recordó la voz del Creador hablándole con ternura:

Tu don, Uriel, será purificar lo que otros temen tocar.

Cuando despertó, el pecho le dolía, pero no por pena. Era como si el poder dentro de él se hubiese expandido. Miró a su lado. Asmodeo dormía aún, con el rostro sereno, una de sus alas visibles en su forma celestial, extendida sobre las sábanas como un velo azul.

Uriel acarició su mejilla.
—Gracias por no rendirte —susurró.

Asmodeo, medio dormido, sonrió.
—Jamás lo haría. No después de todo lo que costó encontrarte.

La habitación se iluminó suavemente con el resplandor de las alas de Uriel, que se desplegaron instintivamente. Sus plumas rosadas rozaron el aire, y por primera vez desde la guerra, no sintió culpa por amar.

En los cielos

Mientras tanto, en el Cielo, Miguel, Gabriel, Rafael y Seraphiel observaban desde la distancia, a través de los velos divinos que permitían ver el mundo humano. Gabriel fue el primero en hablar:

—¿Has visto cómo su luz no se apaga? Pensé que su unión alteraría el equilibrio… pero parece fortalecerlo.

Rafael asintió, con una sonrisa.

—El amor también puede curar. Incluso las grietas entre dimensiones.

Miguel, con su porte solemne, cruzó los brazos.

—El Creador lo sabía. Por eso no intervino. Esta historia no es castigo ni milagro. Es… evolución.

Seraphiel, de pie a su lado, miró hacia abajo con serenidad.




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