Dos ángeles entre mortales
El campus de la Universidad de Saint Claire bullía de vida. Los jardines estaban cubiertos de hojas doradas, y el aire otoñal traía el perfume de las magnolias que crecían junto al edificio central.
En medio de aquel universo humano, dos figuras caminaban entre los estudiantes con una naturalidad que nadie podía sospechar falsa. Uriel ahora de cabello dorado recogido y mirada serena vestía una camisa blanca abierta en el cuello y una chaqueta beige que parecía absorber la luz del sol. A su lado, Asmodeo, de oscuro cabello y ojos celestes intensos, llevaba un suéter gris y jeans ajustados. Su aura aunque disimulada seguía atrayendo miradas sin que él lo pretendiera. Para los demás, eran dos jóvenes extranjeros recién llegados. Para ellos, aquella vida era una tregua entre el Cielo y el Abismo.
—Nunca imaginé que el sonido de una campana pudiera ser tan... agradable —comentó Uriel mientras observaba a los estudiantes correr entre clases.
Asmodeo sonrió, acomodando los libros bajo el brazo.
—Eso se llama rutina, y según los humanos, es aburrida. Pero después de milenios de guerra, hasta el aburrimiento puede ser un lujo.
Uriel lo miró con ternura.
—¿Y tú? ¿Qué piensas de los humanos?
—Pienso… —Asmodeo se detuvo, observando a un grupo de jóvenes que reían bajo un árbol— que viven como si cada instante fuera eterno. No saben cuánto envidio eso.
Uriel bajó la mirada, pensativo.
—Y sin embargo, nosotros somos los eternos. Qué ironía.
Ambos rieron suavemente.
En las siguientes semanas, se adaptaron al ritmo universitario. Uriel estudiaba medicina atraído por su antiguo don de sanación, mientras Asmodeo se inscribió en historia del arte. Pasaban las tardes en la biblioteca, donde Uriel leía concentrado mientras Asmodeo fingía estudiar, observándolo en silencio, absorto por la calma de su amado.
Cuando salían de clases, caminaban tomados de la mano por el sendero que bordeaba el lago del campus. A veces hablaban de trivialidades humanas: música, películas, costumbres. A veces simplemente se miraban sin decir nada, disfrutando del simple milagro de existir juntos.
Descubriendo la humanidad
Una tarde, una estudiante llamada Amelia se les acercó en la cafetería. Era simpática, curiosa y hablaba con las manos, como si cada palabra necesitara alas.
—¡Siempre están juntos! —dijo riendo—. ¿Son pareja?
Uriel enrojeció, sorprendido por la franqueza.
Asmodeo, en cambio, sonrió con calma.
—Sí —respondió con serenidad, sin apartar la mirada de Uriel—. Y espero que eso no cambie nunca.
Amelia se llevó una mano al pecho, divertida.
—Dios mío, son perfectos.
Uriel rió nervioso.
—Créeme, estamos lejos de eso.
—No lo parecen —respondió ella antes de marcharse, dejándolos con una sonrisa compartida.
Después de ese día, comenzaron a interactuar más con los humanos.
Asmodeo se volvió hábil con los chistes, Uriel con la empatía. Participaban en cenas, grupos de estudio, excursiones.
Una noche, durante un festival en el campus, las luces de colores reflejaban en sus rostros mientras observaban los fuegos artificiales. Uriel apoyó la cabeza en el hombro de Asmodeo.
—Nunca pensé que llegaría a ver belleza sin dolor.
—Y yo nunca pensé que volvería a sentir paz —respondió él, acariciando su cabello.
Por un instante, el mundo era solo eso: risas humanas, luces en el cielo y el calor de un amor imposible que desafiaba a la eternidad.
El nuevo profesor
Días después, llegó al campus un nuevo docente de filosofía antigua. Su nombre era Profesor Elian Gray, aunque los registros parecían escritos a mano y las fechas no coincidían. Era un hombre joven, de cabello castaño claro y ojos dorados en los que se podía perder la razón.
Sus clases eran magnéticas. Su voz tenía algo hipnótico. Los alumnos lo adoraban sin comprender por qué.
Pero cuando Uriel lo vio por primera vez, un escalofrío recorrió su cuerpo. No había oscuridad en su aura, pero algo no estaba bien. Su luz era demasiado perfecta. Demasiado constante. Durante la clase, el profesor habló sobre la caída de los ángeles en un tono tan vívido que hizo que los estudiantes contuvieran el aliento.
—El equilibrio —decía— no es una guerra entre el bien y el mal. Es un diálogo. Pero cuando uno de los dos olvida escuchar, el universo se rompe.
Asmodeo, sentado junto a Uriel, frunció el ceño.
—¿No te parece… extraño? —susurró.
Uriel asintió, sin apartar la mirada del hombre frente al aula.
—Demasiado.
Elian Gray sonrió. Y durante un instante, sus ojos esos dorados perfectos brillaron con una intensidad antinatural.
El observador invisible
Esa noche, mientras el campus dormía, el profesor caminó por los pasillos vacíos. Su sombra se movía de manera diferente a su cuerpo. Se detuvo frente a la ventana que daba a los dormitorios de los estudiantes.
Desde allí, vio a Uriel sentado junto a la cama, leyendo bajo la tenue luz de una lámpara. A su lado, Asmodeo dormía con el brazo extendido sobre la sábana, en paz.
Elian Gray sonrió lentamente. Y entonces habló, aunque nadie pudiera oírlo.
—Así que tú eres el Purificador… el que destruyó el corazón del Abismo.
—Y tú, Asmodeo… el príncipe que renunció a su trono.
Sus ojos se volvieron de un dorado ardiente, casi líquido.
—El amor que desafía al Cielo y al Infierno. Qué dulce tragedia… qué hermosa fragilidad.
Su reflejo en el cristal cambió, revelando su verdadera forma. Erelim. El eco del principio.
El que existía antes de que el Cielo fuera cielo y el Abismo fuera abismo. De sus labios brotó una risa suave, tan dulce que habría hecho llorar a un santo.
—Jugaremos despacio, mis bellos ángeles. Muy despacio. Quiero ver hasta dónde llega la pureza antes de romperse.
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Editado: 18.10.2025