El Beso Del Abismo

Ecos del Paraíso y del Abismo

La calma que engaña

Los días en la Universidad de Saint Claire continuaron su curso, envueltos en una aparente normalidad. El otoño se había asentado con su melancolía dorada; las hojas caían lentamente, cubriendo los senderos de tonos ámbar y carmesí.

Para los humanos, era solo otra estación.
Pero para quienes habían conocido el fuego celestial y el vacío del Abismo, era un respiro sagrado. Uriel y Asmodeo caminaban por los pasillos con naturalidad, sus manos a veces rozándose, a veces entrelazándose. Los humanos los veían y sonreían sin saber por qué. Había algo en ellos una calidez inexplicable que hacía que el aire pareciera más liviano, los corazones menos pesados.

En la cafetería, Uriel ayudaba a un estudiante nervioso a concentrarse antes de un examen. Una simple sonrisa suya bastaba para calmar al más ansioso.

—Confía en ti —le decía—. La luz siempre responde a quien cree en sí mismo.

El chico lo miraba sin entender del todo, pero al instante sentía paz. Asmodeo, por su parte, tenía el don de atraer multitudes sin pretenderlo. En las clases de arte, sus palabras inspiraban. Cuando hablaba sobre belleza, no se refería a formas ni colores, sino a lo que brillaba en los ojos humanos cuando amaban. Una tarde, frente a un grupo de estudiantes, dijo:

—El arte no intenta imitar la perfección. Intenta entender el alma. Y el alma, como el amor, no puede ser contenida.

Las jóvenes lo escuchaban con devoción; los jóvenes, con respeto. Pero lo que ninguno sabía era que, bajo esa fachada humana, los dos irradiaban su poder celestial más puro: el amor y la redención.

El poder de la influencia

Mientras tanto, en las sombras del mismo campus, Erelim caminaba entre ellos.
Nadie notaba su presencia más allá de una sensación sutil, un escalofrío, un pensamiento oscuro que parecía surgir de la nada.

El profesor Elian Gray su disfraz perfecto sonreía con gentileza, pero su mirada dorada observaba más de lo que parecía. No necesitaba atacar directamente; su fuerza era el susurro, la insinuación, el miedo.

Su poder se manifestaba de manera invisible. Un estudiante que siempre sonreía comenzó a sufrir pesadillas donde su familia moría una y otra vez. Una joven artista, brillante y alegre, comenzó a destruir sus obras sin razón. Una pareja feliz rompió después de que uno de ellos creyera oír una voz diciéndole:

Nunca te amó.

En las noches, el campus se llenaba de una tensión invisible. El aire se volvía pesado, los sueños se tornaban densos. Y Erelim observaba, satisfecho, desde la ventana de su despacho, mientras murmuraba para sí:

—El miedo es la música que despierta la sombra dormida.

Pero algo inesperado comenzó a ocurrir.

Cada vez que Uriel pasaba cerca de las personas afectadas, su presencia disipaba el malestar. Las pesadillas desaparecían. Las sonrisas regresaban. La luz que emanaba de él neutralizaba los hilos de Erelim, aunque ninguno de los dos lo supiera aún.

El amor que redime

Esa noche, en su pequeño departamento, Uriel preparaba té mientras Asmodeo observaba el fuego danzante del horno. La vida humana les había enseñado cosas simples: el sonido del agua hirviendo, el olor del pan, el tacto de una mano cálida al final del día.

—¿Recuerdas cuando no entendíamos a los humanos? —preguntó Uriel con una sonrisa suave.

Asmodeo asintió.
—Sí. Pensábamos que eran frágiles. Que su capacidad de amar los volvía débiles.

Uriel lo miró con ternura.
—Y ahora sabemos que es lo contrario.

El silencio entre ellos era tan cómodo que bastaba para hablar. El viento golpeó suavemente las ventanas, y en ese instante, la luz del fuego iluminó sus rostros como si fueran figuras antiguas en una pintura.

Asmodeo se levantó, caminó hacia él y tomó su rostro entre las manos.

—Uriel… tú eres mi milagro.

—Y tú —susurró Uriel, acariciando sus mejillas— mi salvación.

Se besaron. Lento, profundo, como quien teme que el universo desaparezca en ese instante. Sus alas invisibles se desplegaron en un destello apenas perceptible: rosadas y azules entrelazadas en una danza de luz.

El amor entre ellos no era humano, pero se expresaba con ternura humana: miradas, caricias, palabras sencillas. Ese amor, sin que lo supieran, se expandía como un bálsamo invisible por toda la ciudad. Donde ellos amaban, el odio se debilitaba. Donde se miraban, el miedo se desvanecía. Erelim comenzó a notarlo. Y su ira creció.

Las grietas en la ilusión

En la biblioteca, mientras los estudiantes estudiaban, Erelim observaba desde el segundo piso. Su mirada dorada se detuvo en una joven que reía junto a sus amigos.
Sus labios apenas se movieron, y una voz invisible se deslizó hasta ella.

—Ellos se burlan de ti.

La joven rió un segundo más… y luego se calló. La risa murió en sus labios. Miró a sus amigos con desconfianza. Su corazón se llenó de una tristeza repentina. Erelim sonrió.

—Una chispa de duda basta para incendiar el alma.

Pero entonces, un sonido puro cortó el aire: la risa de Uriel, proveniente del otro extremo del pasillo. La joven levantó la vista, y sin saber por qué, sonrió otra vez. Erelim sintió un escalofrío. Por primera vez en eones, algo contrarrestaba su poder. No el fuego. No la espada. Sino la luz del amor.

—Así que eso es lo que te hace fuerte, Purificador —murmuró entre dientes—. No tu poder… sino tu corazón.

Sus dedos se crisparon sobre el pasamanos.
—Entonces destruiré eso primero.

La sombra entre ellos

Esa noche, mientras dormían, una sombra invisible se deslizó por el dormitorio. Era Erelim, manifestado parcialmente, su cuerpo apenas perceptible, como un espectro hecho de oro oscuro. Se inclinó sobre la cama donde dormían Uriel y Asmodeo, abrazados.




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