En el refugio de su amor
La lluvia caía suave sobre los ventanales del pequeño departamento, dibujando hilos de cristal que descendían como lágrimas lentas. La ciudad afuera parecía dormida, envuelta en una calma húmeda y gris.
Dentro, sin embargo, el aire estaba impregnado de calor, de respiraciones entrelazadas, de vida.
Asmodeo abrazaba a Uriel con una intensidad que rozaba la desesperación.
No era un abrazo humano, sino uno de los que se dan cuando el alma busca asegurarse de que aquello que ama sigue existiendo.
Sus brazos rodeaban el cuerpo del arcángel con fuerza; su frente estaba apoyada contra su cuello, y sus alas, invisibles para los ojos mortales, lo envolvían por completo, creando una cúpula de luz azulada que los aislaba del mundo.
—No puedo dejar de hacerlo… —susurró Asmodeo con voz ronca— No puedo dejar de abrazarte.
Uriel sonrió, acariciándole el cabello con suavidad. Sus dedos recorrían las hebras negras con paciencia, como si cada una fuera un hilo de destino que debía cuidar.
—Entonces no te detengas —murmuró con ternura— Nadie nos apura.
El rubio alzó el rostro, mirándolo a los ojos.
El reflejo del fuego de la chimenea bailaba en los iris celestes de Asmodeo. En ellos había amor, sí pero también algo más: miedo. Uriel lo notó.
—¿Qué te pasa, mi amor? —preguntó, acariciando su mejilla.
Asmodeo guardó silencio unos segundos. Luego bajó la mirada, como si temiera que al hablar, sus recuerdos se hicieran reales otra vez.
—No puedo sacarlo de mi mente —confesó finalmente— Cada vez que cierro los ojos, lo veo…..A ti, encadenado. A Belial riendo mientras tus gritos llenaban el Abismo. Y yo… — su voz se quebró— yo no estaba ahí para detenerlo.
Uriel lo observó en silencio. El temblor de su amado era leve, pero constante.
Asmodeo apretó el abrazo, buscando aferrarse a la realidad.
—Tu voz… tus ojos apagándose —prosiguió— la sangre, las cadenas. No importa cuánto tiempo pase, no puedo olvidar. Cada grito tuyo sigue vivo en mí. Y ahora que te tengo, no puedo soportar la idea de perderte otra vez.
Uriel lo tomó del rostro, obligándolo a mirarlo. Sus ojos dorados brillaban con ternura infinita.
—Mírame, Asmodeo. Mírame bien. — Sus manos subieron hasta sus mejillas, cálidas, seguras— Estoy aquí. Vivo. Libre.
Tus brazos son mi refugio, no mis cadenas.
Asmodeo cerró los ojos, exhalando con fuerza, como si cada palabra de Uriel lo atravesara y sanara al mismo tiempo.
—A veces creo que aún estoy allí… —murmuró con un hilo de voz—. Que todo esto es un sueño, que en cualquier momento volveré al Abismo y tú no estarás.
Uriel le acarició el cabello, acercándolo a su pecho.
—Entonces déjame recordarte lo que es real. —Su voz era baja, suave como una plegaria— Esto es real. Tu calor, tu respiración, este amor. Tú me salvaste, Asmodeo. Cuando todos creyeron que mi luz se había apagado, tú fuiste el único que la buscó.
Asmodeo lo miró, con lágrimas contenidas.
Uriel sonrió, sereno.
—No me salvaste solo de Belial. Me salvaste de mí mismo, de la idea de que la pureza no podía convivir con el amor. Tus manos… — las tomó entre las suyas — fueron las que sellaron mis heridas.
Asmodeo bajó la cabeza hasta apoyar la frente en su pecho, y Uriel lo rodeó con sus brazos. El latido del corazón del arcángel era constante, fuerte, tranquilizador. El príncipe del abismo cerró los ojos, escuchando ese sonido como quien oye un himno.
—No sabes cuánto necesitaba oír eso… —susurró Asmodeo— Creí que el amor solo traía ruina. Pero contigo, el amor sana.
Uriel lo besó, primero en la frente, luego en los labios. Fue un beso lento, lleno de tiempo y significado, un beso que hablaba sin palabras. Las sombras de la habitación parecieron disiparse con aquel contacto.
—El pasado no nos define —dijo Uriel al separarse apenas— No eres lo que fuiste, Asmodeo. Eres el hombre que eligió amar, incluso cuando todo el universo le dijo que no debía hacerlo.
Las lágrimas finalmente escaparon de los ojos de Asmodeo. Uriel las limpió con la yema de sus dedos y sonrió con dulzura.
—¿Ves? Hasta tus lágrimas son hermosas.
Asmodeo soltó una risa leve entre sollozos.
—No las mereces.
—Merezco cada una, porque me recuerdan que estás vivo.
Lo besó otra vez, más intenso, más humano, con hambre de vida y deseo de redención.
Los dos se fundieron en un abrazo que parecía detener el tiempo. Las alas de ambos se desplegaron parcialmente en el plano espiritual, rozándose en un resplandor rosado y azul.
La lluvia afuera se volvió más intensa, pero en el interior solo existían ellos: el ángel y el demonio que habían desafiado el orden del universo para amarse.
Lo que el amor reconstruye
Horas más tarde, la noche había caído por completo. Uriel y Asmodeo permanecían recostados en el sofá, envueltos en una manta, la chimenea encendida. El silencio era cómodo, cálido. Solo se oía el crujir del fuego y la respiración acompasada de ambos. Uriel, con la cabeza apoyada en el pecho de Asmodeo, habló en voz baja:
—Cuando Belial me encadenó, pensé que jamás volvería a sentir amor. Pero cada vez que recordaba tu rostro, tu voz la oscuridad retrocedía un poco. Eras mi promesa, incluso antes de rescatarme.
Asmodeo lo miró con ternura.
—Y tú fuiste mi condena y mi salvación al mismo tiempo. —Sus dedos rozaron la mejilla del ángel— Por ti traicioné el Abismo, renuncié a lo que fui. Y, aun así, no cambiaría nada.
Uriel levantó la vista, su mirada dorada temblando entre lágrimas y sonrisa.
—Por eso te amo. No por tu poder, ni por lo que fuiste, sino por lo que elegiste ser.
El silencio que siguió fue puro, casi sagrado.
Asmodeo bajó la cabeza y lo besó de nuevo.
Fue un beso sin prisa, profundo y sincero, un beso que parecía curar siglos de heridas.
#5554 en Novela romántica
#1633 en Fantasía
#angelescaidos, #amorquedestruyeysalvael cielo, #romancedefantasia
Editado: 18.10.2025