El Beso Del Abismo

Sombras en los sueños

El espejo de Erelim

En un salón oculto bajo tierra, entre raíces retorcidas y columnas cubiertas de runas, Erelim contemplaba un espejo antiguo suspendido en el aire. El cristal respiraba, se expandía y contraía como un corazón vivo.
A su alrededor, siete círculos de fuego oscuro giraban lentamente, murmurando palabras ininteligibles.

El falso profesor, aquel rostro humano tan pulcro y amable que mostraba en la universidad, se desvaneció, revelando su verdadera forma. Su piel era blanca como la cera, sus cabellos plateados caían hasta el suelo, y sus ojos dos pozos dorados llenos de malicia. Un aura fría envolvía la sala.

—El amor… —susurró— Esa debilidad tan glorificada.

Sus dedos rozaron la superficie del espejo.
En él se reflejaron Uriel y Asmodeo dormidos, abrazados en su refugio, el ángel con la cabeza apoyada en el pecho del demonio redimido. Erelim sonrió con dulzura venenosa.

—¿Crees que la pureza puede convivir con la oscuridad, Asmodeo? —susurró— Entonces probemos qué tan pura es su luz… cuando la sombra de sus propios pecados lo visite en sueños.

Extendió una mano, y de la palma surgió una nube de humo negro que se introdujo en el espejo, disolviéndose dentro de él. El reflejo se agitó, como si el agua de un lago se hubiese perturbado.

—Duerme, príncipe de la desesperación —murmuró Erelim, con voz melódica—
Duerme, y recuerda.

El espejo se quebró en mil fragmentos que salieron volando, incrustándose en la oscuridad de la sala.

El sueño del abismo

Asmodeo dormía junto a Uriel, su cuerpo envuelto en una paz que pocas veces había sentido. El calor del ángel lo rodeaba, su respiración tranquila, su presencia reconfortante. Pero de pronto algo cambió.

El aire se volvió denso. Una sombra invisible se deslizó por las paredes, se filtró entre sus pensamientos. El sueño comenzó con un susurro.

—¿Crees haber escapado, Asmodeo?

El demonio abrió los ojos, pero no estaba en su refugio. El mundo se había convertido en una vasta llanura de fuego y ceniza. El cielo, rojo. El suelo, cubierto de cuerpos sin alma.

El Abismo.

Asmodeo sintió su pecho comprimirse.
Frente a él, Belial lo observaba con una sonrisa torcida, su cabello oscuro cayendo sobre sus ojos, sus alas negras desplegadas como cuchillas.

—Has traicionado a tus hermanos —dijo Belial, acercándose lentamente—
Por un ángel… por una debilidad. ¿Crees que el Creador te aceptará? ¿O que el cielo olvidará lo que eres?

Asmodeo quiso responder, pero su voz no salió. Cuando miró hacia abajo, sus manos estaban cubiertas de sangre. La sangre de Uriel.

—No… — susurró, temblando—. No es real.

—¿No? —Belial sonrió— Míralo.

A unos metros, Uriel yacía en el suelo, encadenado. Su piel pálida estaba cubierta de heridas, sus alas rotas. El ángel lo miró con ojos apagados.

—¿Por qué me dejaste? —preguntó con una voz tan dulce como dolorosa.

Asmodeo cayó de rodillas, llevándose las manos al rostro.

—¡No! ¡Esto no pasó! ¡Yo te salvé!

Pero la escena se distorsionó. El rostro de Uriel cambió, su expresión se volvió fría, desconocida.

—Yo te salvé a ti —dijo con voz demoníaca—
Y este amor no fue redención… fue tu condena.

Belial rió con un eco que retumbó en la nada.
Asmodeo gritó, intentando despertar, pero el sueño lo envolvía con más fuerza. El suelo se abrió bajo sus pies y una legión de sombras lo arrastró hacia abajo.

El despertar

Uriel abrió los ojos sobresaltado. Su corazón latía con fuerza. El cuerpo de Asmodeo temblaba entre sus brazos, empapado en sudor frío, sus manos crispadas como si se defendiera de enemigos invisibles.

—¡Asmodeo! —exclamó, sujetándolo del rostro— ¡Despierta, mi amor! ¡Despierta, por favor!

El príncipe del abismo abrió los ojos de golpe, jadeando. Sus pupilas, por un instante, estaban dilatadas, y una sombra cruzó su mirada.

—Él… —balbuceó—. Belial… estaba aquí. Me hablaba… y tú… tú estabas… —Se detuvo, temblando— No era real. Pero lo sentí.

Uriel lo abrazó con fuerza, acunándolo entre sus brazos.

—No fue real. No mientras yo siga aquí. —Su voz era firme, llena de ternura— Mírame, Asmodeo. Mírame. Tu mente es un campo de batalla, y no estás solo.

Asmodeo escondió el rostro en su cuello, respirando el aroma del ángel, buscando en él un ancla.

—Sentí… que te perdía otra vez.

Uriel besó su frente con dulzura.

—No puedes perder lo que ya forma parte de ti. Tu luz y la mía están entrelazadas. Nadie puede separarlas.

Sus alas rosadas se desplegaron lentamente, envolviendo a ambos. De las plumas emanó un resplandor cálido que llenó la habitación. El aire se purificó. Las sombras que aún flotaban en los bordes del cuarto se disolvieron como humo ante la luz del amanecer.

Uriel cerró los ojos, susurrando una plegaria antigua, y la marca oscura que aún ardía en la piel de Asmodeo desapareció por completo.

En el espejo roto

Muy lejos de allí, en la profundidad del Abismo, Erelim retrocedió, sorprendido.
El espejo frente a él había comenzado a brillar con luz dorada, quemando sus bordes.

—Imposible… —murmuró— Nadie resiste mi don del miedo.

El cristal estalló en mil pedazos, y de su superficie emanó una voz pura, firme y clara.

Donde el amor existe, el miedo muere.

La voz de Uriel.

Erelim frunció el ceño. Su respiración se volvió errática. La oscuridad de su entorno pareció estremecerse.

—No importa —susurró con una sonrisa helada— Si no puedo destruirlos desde adentro… los aplastaré desde afuera.

Con un gesto de su mano, siete sellos negros se abrieron ante él. De cada uno emergió una criatura del Abismo, retorcida y colosal.

—Busquenlos —ordenó con voz que hacía temblar la piedra — Traiganme sus cuerpos y su amor.




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