La batalla sin esperanza
El cielo sobre la universidad se había oscurecido hasta volverse una noche sin estrellas. Las nubes giraban en espirales violentas, atravesadas por relámpagos negros que no traían luz sino sombras. El aire olía a hierro y fuego, a miedo y desesperación.
En el centro del caos, Uriel y Asmodeo permanecían hombro con hombro. La tierra a su alrededor estaba destruida, el campus se había convertido en un campo de ruinas humeantes.
A su alrededor, las criaturas del Abismo descendían en enjambres, deformes, retorcidas, con ojos ardientes y bocas que gritaban nombres que nadie debía oír.
—Son demasiados —jadeó Asmodeo, su voz entrecortada por el esfuerzo.
Su cuerpo sangraba por varios cortes, su aura celestial oscilaba entre la luz azul y el fuego oscuro, como si luchara contra sí mismo.
Uriel, con las alas parcialmente desplegadas, canalizaba su poder. Su luz rosada se expandía en ondas que purificaban, pero el costo era enorme. Cada ráfaga le arrebataba una parte de su energía.
—No podemos detenernos. Si caemos, el mundo humano caerá con nosotros.
Los dos sabían que estaban solos. Miraron hacia el cielo, esperando una señal. Un destello. Una voz. Nada. El Cielo estaba en silencio.
Ni Gabriel.
Ni Rafael.
Ni Miguel.
Solo el vacío.
El ataque de Erelim
Del aire rasgado emergió Erelim, el heraldo oscuro, descendiendo entre los relámpagos negros. Su rostro era una máscara de belleza y locura. Sus alas eran espadas abiertas. Y su voz, cuando habló, hizo temblar los cimientos de los edificios aún en pie.
—¿Dónde están tus hermanos, Uriel? —preguntó con ironía venenosa — ¿No vienen a salvarte esta vez?
Uriel no respondió. Sus ojos dorados ardían con una determinación pura, más fuerte que cualquier orden divina. Erelim sonrió.
—Parece que hasta el Cielo se ha cansado de ti.
De un movimiento, extendió la mano y una corriente de fuego negro impactó directamente sobre el ángel. El suelo se quebró. Uriel cayó de rodillas, gritando mientras su escudo se fragmentaba.
—¡URIEL! — rugió Asmodeo, abalanzándose sobre Erelim.
Sus alas azules se desplegaron con un estruendo que sacudió los árboles calcinados. Sus manos, encendidas de luz pura, golpearon al heraldo, lanzándolo varios metros hacia atrás.
El choque levantó una onda expansiva.
Los demonios más cercanos se desintegraron por el impacto, pero Erelim se incorporó, riendo, con sangre oscura goteando de su boca.
—Así que la bestia del Abismo aprendió a rugir por amor —dijo con burla — Qué poético… y qué inútil.
Asmodeo se lanzó de nuevo, moviéndose con la velocidad de un relámpago. Uriel, aunque herido, se elevó a su lado, creando un torbellino de luz rosada y azul que envolvió el campo de batalla. Ambos atacaron al unísono.
El choque fue brutal. Luz contra oscuridad.
Cielo contra infierno. Amor contra destrucción. Los demonios que observaban gritaron al sentir el poder colisionar, y la tierra misma se partió en grietas incandescentes.
Los cielos enmudecidos
En las alturas del firmamento, las puertas del Cielo estaban cerradas. Los arcángeles observaban desde la distancia, sus rostros tensos. Gabriel se arrodilló, su expresión rota.
—Miguel… debemos ayudarlos. ¡Es Uriel! ¡Nuestro hermano!
Miguel cerró los ojos. Su rostro de mármol estaba inmóvil, pero su voz se quebró.
—El Padre nada ha dicho. El Cielo… guarda silencio.
Rafael, con sus alas violetas extendidas, golpeó el suelo con frustración.
—¡Entonces el Cielo se ha vuelto cobarde!
¡Porque ahí abajo no hay un traidor, hay un ángel luchando por la humanidad!
Miguel lo miró con una tristeza infinita.
—No somos nosotros quienes dictamos los designios. Pero quizás… —susurró— quizás el silencio sea también una prueba.
Sus palabras quedaron flotando, pesadas.
Abajo, la tierra ardía. El amor de un ángel y un demonio sostenía el equilibrio del mundo, mientras el cielo observaba sin intervenir.
El sacrificio
Asmodeo cayó de rodillas, respirando con dificultad. Su piel brillaba con heridas azules.
Erelim se alzaba ante él, indemne, rodeado de llamas negras que devoraban el aire.
—Ríndete, Asmodeo —murmuró el heraldo—
Te ofreceré algo mejor que la redención: olvido. Ningún dolor, ningún recuerdo, ningún amor.
Asmodeo levantó la cabeza, su mirada encendida.
—¿Olvido? Prefiero mil veces el infierno… si eso significa seguir recordando su rostro.
Erelim sonrió con desprecio.
—Entonces arde con él.
Una lanza de oscuridad atravesó el aire.
Uriel se interpuso. El impacto lo alcanzó en el pecho.
—¡NO! —gritó Asmodeo, sujetándolo antes de que cayera al suelo.
La sangre celestial del ángel brillaba como diamantes rosados sobre su piel. Uriel lo miró, temblando, su respiración débil.
—No… no dejes que… te lleve.
—Cállate —susurró Asmodeo, con la voz quebrada— No vas a morir. No mientras yo respire.
Su luz azul comenzó a rodearlos a ambos, envolviéndolos como una cúpula ardiente.
Erelim retrocedió, cubriéndose los ojos ante el resplandor.
—¡No! ¡Eso es imposible! ¡Ese poder… no puede coexistir! —rugió.
Pero ya era tarde. Asmodeo lo miró con furia y dolor.
—El amor no obedece tus reglas, monstruo.
¡Ni las del Cielo, ni las del Infierno!
El estallido de energía fue colosal. Una ola de luz azul y rosada barrió el campo, incinerando demonios, desintegrando la oscuridad. Por un momento, el mundo fue silencio y resplandor.
El amanecer roto
Cuando el polvo se disipó, Uriel yacía en los brazos de Asmodeo, inconsciente pero vivo.
El heraldo había desaparecido, su rastro disipado en cenizas negras que el viento dispersó. El campus estaba en ruinas. Los humanos, confundidos, recordaban fragmentos, como si todo hubiera sido una pesadilla colectiva.
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Editado: 18.10.2025