El despertar entre ruinas
El viento soplaba entre los restos del campus destruido, arrastrando hojas, polvo y cenizas. El sol apenas asomaba entre las nubes oscuras, como si el propio cielo dudara en iluminar aquel lugar.
Entre los escombros, Asmodeo permanecía arrodillado, el cuerpo cubierto de heridas, sosteniendo entre sus brazos a Uriel, quien seguía inconsciente. La luz que emanaba del ángel era débil, un resplandor rosado que temblaba como la llama de una vela a punto de extinguirse.
El príncipe del abismo lo miraba con una mezcla de angustia y devoción. Su respiración era pesada, sus manos temblaban.
—Despierta… por favor, Uriel —susurró con la voz quebrada— No me dejes ahora. No después de todo lo que sobrevivimos.
Una lágrima azul cayó sobre la mejilla del ángel y, como si esa lágrima fuese un conjuro divino, Uriel abrió los ojos lentamente. Sus pupilas doradas reflejaron el rostro desesperado de su amado.
—Asmodeo… —murmuró, su voz suave como un suspiro— ¿Terminó… la batalla?
El demonio soltó una risa entrecortada, ahogada en alivio.
—Sí, por ahora. Erelim desapareció. Pero el precio fue demasiado alto…
Uriel intentó incorporarse, pero Asmodeo lo retuvo contra su pecho.
—No te esfuerces. Aún estás débil.
El ángel apoyó su frente en la de él, y por un instante, el mundo pareció detenerse. Solo existían ellos dos: el amor prohibido entre la luz y la sombra. El latido de sus corazones vibraba al mismo ritmo.
Pero el aire cambió.
El viento se detuvo.
El silencio se volvió absoluto.
Un resplandor dorado descendió del cielo, rasgando las nubes.
El ejecutor del cielo
Asmodeo entrecerró los ojos por la intensidad del brillo, mientras Uriel, aún débil, lo sintió con una mezcla de esperanza y temor.
Una figura descendió lentamente, envuelta en luz. Su túnica blanca resplandecía con reflejos verdes, y sus alas eran inmensas, majestuosas, de un verde luminoso que parecía contener la vida misma. Su cabello azul caía sobre sus hombros, y sus ojos dorados tenían el poder sereno de quien habla en nombre de la divinidad.
Raguel. El ejecutor del juicio celestial. Uriel lo reconoció de inmediato y bajó la cabeza en reverencia. Asmodeo, en cambio, apretó la mandíbula, conteniendo un gruñido instintivo. Raguel posó sus pies sobre el suelo sin que una sola mota de polvo lo tocara. Su presencia era imponente, pero no amenazante.
—Uriel, arcángel del amanecer —dijo con voz grave, profunda y llena de eco— Asmodeo, príncipe del abismo.
Sus nombres resonaron como truenos en el aire. Uriel alzó la mirada, decidido.
—¿Has venido a juzgarnos?
Raguel lo observó con infinita calma.
—He venido a anunciar el juicio del Padre.
Asmodeo se interpuso instintivamente, poniéndose delante de Uriel.
—Si has venido a castigarlo por amarme, entonces castígame a mí. Yo soy el caído, no él.
Raguel lo miró en silencio unos segundos. Luego habló, sin elevar la voz:
—Ambos han cometido la misma falta. Han unido lo que el Cielo y el Abismo separaron. Y por ello… el decreto ha sido pronunciado.
El viento sopló con fuerza, y una ola de energía dorada recorrió el lugar, iluminando incluso las ruinas.
—El Cielo ha cerrado sus puertas para ustedes —declaró Raguel— No recibirán ayuda ni respuesta divina. No habrá ejércitos celestiales que acudan en su defensa.
Uriel sintió cómo su corazón se oprimía, pero no apartó la mirada.
—¿Qué… qué significa eso? —preguntó con voz temblorosa.
—Significa que deberán vagar por la Tierra, solos —continuó Raguel— Que enfrentarán a las huestes infernales sin respaldo del cielo.
Y solo si uno de ustedes renuncia al otro, podrá ser perdonado.
El silencio fue insoportable. Asmodeo dio un paso adelante, su respiración alterada.
—¡Eso es crueldad! ¿Así recompensa el Cielo la pureza de su alma? ¡Uriel no ha hecho más que amar!
Raguel lo miró con una expresión que mezclaba compasión y severidad.
—El amor no es pecado… hasta que desafía los designios.
El dilema de los ángeles
Uriel se adelantó y tomó la mano de Asmodeo con firmeza. Su luz rosada se entrelazó con la azul del demonio, formando un brillo dorado que parecía desafiar la autoridad misma del juicio.
—No me separaré de él —dijo el ángel, su voz vibrando con poder— No puedo, ni quiero. El amor que nos une no es corrupción ni rebeldía, es redención.
Raguel lo observó con detenimiento. Sus labios formaron una leve sonrisa, casi imperceptible. Pero sus palabras siguieron siendo duras.
—En ese caso —dijo—, vivirán con las consecuencias. Los siete príncipes del abismo los cazarán. Lucifer los observará.
Y el Cielo… los olvidará.
Asmodeo soltó un gruñido, a punto de replicar, pero Uriel lo detuvo, apoyando una mano en su pecho.
—No —susurró— Déjalo.
Sus ojos dorados se clavaron en los de Raguel.
—Acepto el castigo. Si ese es el precio por amarlo, lo pagaré con gusto.
Raguel lo contempló por un largo instante.
Y entonces, inclinó ligeramente la cabeza, como quien reconoce algo que no puede cambiar.
—Así será, entonces.
Dio media vuelta, desplegó sus alas verdes y comenzó a ascender. Antes de desaparecer entre las nubes, su voz resonó una última vez:
Que tu fe sea tu escudo, Uriel.
Que tu amor sea tu condena o tu salvación.
El Padre jamás abandona a sus hijos…
pero los hijos deben aprender a caminar sin mirar al cielo.
El resplandor se extinguió, y el silencio volvió a reinar.
La calma después del juicio
Asmodeo permaneció de pie, mirando el cielo vacío con furia contenida. Sus manos estaban cerradas en puños.
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Editado: 18.10.2025