El Beso Del Abismo

Luz entre Sombras Humanas

La vida entre los mortales

Habían pasado varios meses desde que Raguel descendió para dictar el juicio divino.
El mundo seguía girando con su acostumbrada indiferencia, sin saber que dos seres de naturaleza celestial y abismal convivían entre sus muros de concreto y sus rutinas cotidianas.

En una ciudad costera, donde el amanecer se reflejaba en los ventanales de la universidad, Uriel y Asmodeo habían encontrado refugio en lo más humano que el universo podía ofrecer: una vida sencilla.

Ambos se habían matriculado en la carrera de Comunicación Social, porque, según Uriel, entender las voces humanas era otra forma de entender sus almas.

Asmodeo, aunque escéptico, terminó acompañándolo. Ahora ambos asistían a clases, compartían cafés, tareas, y un departamento pequeño con vista al mar.

Era extraño, incluso para ellos, cómo la vida mortal los había suavizado. La guerra, el juicio, el castigo divino… todo parecía tan lejano cuando la risa de los humanos llenaba los pasillos y los libros olían a tinta nueva.

Pero lo que los rodeaba no era del todo normal. Su mera presencia alteraba la realidad.

La luz de Uriel

Uriel caminaba por los pasillos de la facultad con sus típicos atuendos sencillos camisa blanca, pantalón claro, sonrisa amable, y sin quererlo, provocaba milagros.

Los estudiantes decían que su sola presencia mejoraba el ambiente. Quienes pasaban a su lado sentían una paz inexplicable, las tensiones se disolvían, las discusiones se calmaban. Una alumna con insomnio crónico volvió a dormir tras una charla con él. Un profesor enfermo regresó a dar clases tras tocar su hombro en un gesto de gratitud. Las plantas del patio, antes marchitas, florecían cada vez que Uriel pasaba cerca. Pero lo más curioso era que él no lo hacía conscientemente.

Una tarde, mientras salía de la clase de redacción, una joven cayó al suelo tras tropezar en las escaleras. Uriel se arrodilló para ayudarla. Al tomar su mano, una luz tenue envolvió la herida, y la piel se cerró sin dejar rastro. La chica lo miró, desconcertada.

—¿Qué....cómo hiciste eso?

Uriel titubeó.

—Debió de ser… la adrenalina — mintió con una sonrisa tímida.

Cuando se levantó, vio a Asmodeo esperándolo desde el final del pasillo, apoyado en una columna, los brazos cruzados. Sus ojos celestes intensos como un océano tormentoso lo observaban con una mezcla de ternura y advertencia.

—Otra vez, ¿verdad? —murmuró el demonio cuando se acercó.

—No puedo evitarlo, Asmodeo —respondió Uriel, suspirando— No es algo que pueda controlar del todo.

—Tarde o temprano, alguien notará que no eres… exactamente humano.

Uriel lo miró con una sonrisa luminosa.

—Si eso sucede, ya encontraremos una excusa convincente. Tú siempre fuiste bueno mintiendo.

Asmodeo arqueó una ceja.

—Y tú demasiado bueno perdonando.

Ambos rieron suavemente. Por un momento, el mundo pareció casi perfecto.

La sombra amable de Asmodeo

Mientras Uriel brillaba, Asmodeo irradiaba algo distinto. Su energía no era luz, pero sí calma.

En el aula, su sola presencia bastaba para que los alumnos se sintieran más enfocados, menos nerviosos. Era como si su antigua naturaleza demoníaca, en lugar de infundir miedo, hubiera aprendido a absorberlo. Los profesores lo apreciaban, las chicas lo admiraban, los chicos lo imitaban.

Y aunque su atractivo físico era casi sobrehumano el cabello oscuro cayendo sobre los hombros, los ojos de un azul imposible, la voz grave y serena, había algo más allá del deseo: una atracción espiritual.

Las personas que lo rodeaban se sentían comprendidas. Las conversaciones con él terminaban en sonrisas. Las parejas que discutían cerca de su mesa en la cafetería, de pronto se reconciliaban. Uriel lo notaba todo, y lo observaba con orgullo.

—Estás cambiando, Asmodeo. Tu poder ya no hiere ni destruye. Ahora cura de otra manera.

Asmodeo bajó la mirada, apretando la taza de café entre las manos.

—Tal vez porque tú estás aquí. Tal vez porque empiezo a entender lo que significa amar sin querer poseer.

Uriel extendió la mano y le acarició el rostro con suavidad.

—Eso ya es un milagro.

Asmodeo sonrió, y el reflejo del atardecer en sus ojos fue suficiente para que los mortales a su alrededor sintieran un inexplicable deseo de abrazar a quien tenían al lado. Sin darse cuenta, estaban cambiando el tejido emocional del mundo.

Un eco en la oscuridad

Sin embargo, no todo era calma. Cada milagro involuntario, cada emoción alterada, dejaba una huella. En los rincones más oscuros de la Tierra, donde el aire olía a hierro y olvido, alguien estaba siguiendo esas huellas.

Una figura observaba a través de un espejo líquido. Su piel era gris ceniza, sus ojos, negros como el vacío entre las estrellas.
Cuando habló, su voz era un susurro que desgarraba el aire.

—Así que el ángel sigue jugando a ser humano… y el demonio, a ser redimido.

La superficie del espejo mostró a Uriel sonriendo mientras explicaba un trabajo grupal, y a Asmodeo mirándolo desde el fondo del aula, su expresión llena de devoción contenida. El observador sonrió, mostrando colmillos afilados.

—Qué… hermoso desperdicio.

A su alrededor, las sombras temblaron como si respiraran. El nombre Belial resonó entre los muros invisibles del Abismo.

Encuéntralos. Obsérvalos. Haz que su amor sea su ruina.

El eco viajó por dimensiones que los mortales jamás podrían comprender.

El despertar de los nuevos dones

Esa noche, en su departamento, Uriel se sentó frente al ventanal. El mar reflejaba la luna en destellos plateados. Asmodeo cocinaba en silencio, con la camisa remangada y el cabello suelto. El ambiente era tranquilo, íntimo.




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