El amanecer caía lento sobre la ciudad. Desde el ventanal del pequeño departamento, Uriel contemplaba el cielo con una paz aparente, como si cada rayo del sol fuera un hilo invisible que lo mantenía unido al mundo.
A su lado, Asmodeo dormía profundamente, envuelto en las sábanas de lino blanco que contrastaban con su piel pálida y su cabello oscuro. Era uno de esos momentos frágiles en los que la eternidad parecía posible. Pero algo… algo estaba cambiando.
Desde la esquina del cuarto, una esfera luminosa la misma que días atrás había surgido como un presagio de esperanza comenzó a vibrar con un resplandor inquietante. No era la luz cálida de los cielos, ni el fuego gélido del abismo. Era un punto intermedio, una energía pura y caótica que crepitaba con vida propia.
Uriel lo sintió primero. El aire perdió oxígeno, su pecho se contrajo. Se giró con lentitud y vio la esfera flotando a pocos metros de la cama. Su instinto fue protegerlo.
—Asmodeo… —susurró, su voz tembló, un hilo quebrado entre la súplica y el miedo.
El demonio abrió los ojos, sus iris celestes reflejaron por un instante la luz de aquella esfera. Fue entonces cuando todo comenzó a romperse.
Desde la mente de Asmodeo
Un sonido agudo llenó su cabeza. Era como si miles de ecos resonaran en su interior, arrancando sus pensamientos uno por uno.
Recordó a Uriel en la celda del abismo, encadenado y sangrando, recordando cómo lo liberó… pero esa imagen se desvaneció tan pronto como apareció. Después recordó su risa, la primera vez que lo vio sonreír en el mundo humano.
Y también eso desapareció. Todo lo que amaba, todo lo que era, estaba siendo absorbido por la esfera que palpitaba ante él como un corazón inverso.
—No… no, ¡no te atrevas! —gritó, llevándose las manos a la cabeza.
Sus alas, antes azuladas por la redención, comenzaron a ennegrecerse, pluma por pluma. Su cuerpo se arqueó de dolor. Uriel corrió hacia él, sujetando sus brazos con desesperación.
—¡Resiste! ¡Asmodeo, mírame! —su voz temblaba, bañada en lágrimas.
Pero Asmodeo apenas podía sostener la mirada. Dentro de su mente, una fuerza invisible estaba reescribiendo su historia, arrancando su amor de raíz.
—Uriel… —logró pronunciar entre jadeos— ¿qué… qué me está pasando?
—Te están borrando —dijo el ángel con un hilo de voz.
Las lágrimas de Uriel cayeron sobre el pecho de Asmodeo, brillando como diamantes ardientes. Intentó envolverlo con su luz, pero la esfera se alimentó de ella, devorándola. Era una trampa. Una maldita trampa.
Desde los ojos de Uriel
El suelo tembló. El aire se rompió en cristales de luz y sombra. Uriel desplegó sus alas rosadas, intentando contener la energía que emanaba de la esfera, pero esta reaccionó como un ser vivo, absorbiendo cada intento de rescate. El ángel gritó un antiguo conjuro celestial, pero la esfera lo silenció con un pulso que lo arrojó contra la pared.
El golpe le arrancó un gemido, pero volvió a ponerse de pie. Sus manos brillaban, sus ojos ardían en oro líquido.
—¡No te voy a perder! — rugió, y su voz resonó en todo el edificio como un trueno.
Se lanzó hacia la esfera, envolviendo a Asmodeo entre sus brazos. Durante un instante, ambos quedaron suspendidos en un resplandor cegador. El tiempo pareció detenerse. Pero lo inevitable ocurrió.
Asmodeo se estremeció, y de su pecho comenzó a emanar un humo oscuro. Sus recuerdos se desprendían de él como pétalos que el viento arrastra al vacío. El nombre de Uriel se disolvió en el aire, perdido entre ecos que solo el universo podría recordar. Uriel lo sostuvo con fuerza, temblando, rogando.
—¡Mírame! ¡Recuerda quién eres! ¡Recuerda lo que sentimos!
Pero los ojos de Asmodeo ya no lo veían.
Eran los ojos de un príncipe del abismo.
Desde la mente de Asmodeo
Silencio. Solo silencio.
El mundo había quedado en blanco, sin sonido ni memoria. Frente a él, había un rostro que le resultaba hermoso… familiar… pero no sabía por qué. Una voz dulce lo llamaba, una voz que lo hacía querer llorar sin entender el motivo.
—¿Quién… quién eres tú? —preguntó.
El corazón de Uriel se quebró en mil pedazos. La esfera se desintegró en un millón de partículas de luz, como si hubiese cumplido su cometido. Y con ella, todo el amor de Asmodeo quedó sepultado en la nada.
Desde la mirada de Uriel
Cayó de rodillas, sin soltarlo. El cuerpo de Asmodeo estaba tibio, vivo…. pero vacío.
Sus alas, que días atrás eran un lienzo de azul celestial, ahora eran negras como la noche sin estrellas. Lucían pesadas, densas, ajenas.
Un viento helado invadió la habitación. Una grieta se abrió en el suelo, y del fondo emergió una sombra conocida: Lucifer. Su presencia llenó el aire de poder antiguo y seducción oscura.
—Mi querido príncipe… —su voz era como miel derramada sobre hierro— ¿Acaso creíste que podrías escapar de lo que eres?
Uriel se interpuso entre ellos, desplegando sus alas como un escudo. Pero Lucifer sonrió. Su belleza era tan perturbadora que incluso la luz tembló ante él. Con un simple gesto, el cuerpo de Asmodeo flotó hacia él, sumiso.
—¡No! ¡Devuélvelo! —gritó Uriel, extendiendo la mano.
Lucifer lo miró con compasión fingida.
—No sufras, pequeño ángel. Tu amor solo despertó su dolor. Le he devuelto la paz del olvido.
Asmodeo no se resistió. Lucifer colocó una mano sobre su hombro. El fuego del abismo los envolvió, y en un parpadeo, desaparecieron. Uriel cayó al suelo, su grito desgarró la habitación. El eco de su voz hizo temblar los cimientos del mundo. El cielo permaneció mudo.
Desde la mente de Asmodeo (ya en el abismo)
El calor del infierno lo envolvió como una cuna. Lucifer lo condujo hasta un trono vacío, idéntico al que un día le perteneció.
Belial lo observaba desde la distancia, con esa mezcla de burla y respeto.
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Editado: 18.10.2025