El cielo tembló.
No por el rugido de la guerra, sino por algo infinitamente más devastador: el sonido de un alma quebrándose. En los salones de cristal donde la luz nunca muere, los tres arcángeles mayores se alzaron al sentirlo. Una vibración recorrió las columnas del firmamento; los coros se silenciaron. Las estrellas aquellos ojos del Creador lloraron una lluvia de plata.
Gabriel fue el primero en arrodillarse. Sus alas doradas se estremecían, desplegadas hasta tocar el suelo.
—…Uriel. — su voz era apenas un suspiro — Su llama… se apaga.
Miguel apretó los puños. Las plumas rojas de sus alas destellaron como brasas.
Su semblante, siempre firme, mostraba algo que jamás había permitido ver: impotencia.
—No puedo descender —dijo con un tono que era mitad lamento, mitad furia— Las leyes lo impiden.
Rafael, de cabellos dorados y alas violetas, dio un paso al frente. Sus ojos, normalmente serenos, se empañaron.
—Él no está cayendo, Miguel. Está… transformándose.
Un silencio los envolvió. En el centro del cielo, un inmenso espejo de agua mostraba las imágenes del mundo inferior: Uriel arrodillado entre las ruinas del refugio, la lluvia cayendo sobre su cuerpo tembloroso, y Asmodeo, envuelto en las flamas del abismo, siendo recibido por Lucifer como a un hijo. Gabriel se cubrió el rostro.
—¿Por qué… por qué debe sufrir así?
Miguel se acercó al espejo y golpeó el aire con el puño. La superficie se agitó.
—Porque se atrevió a amar —gruñó, con los dientes apretados— Y el amor… el amor siempre ha sido el castigo más cruel del cielo.
Rafael posó una mano sobre su hombro.
—No digas eso, hermano. El amor es la esencia de todo lo que somos. Lo que lo destruye no es el amor… sino el miedo de los que no lo entienden.
Los tres se miraron. Eran guerreros del Padre, portadores de la justicia, pero ahora se sentían como niños frente a una tragedia demasiado grande. Desde lo alto, veían cómo Uriel se derrumbaba poco a poco, cómo su luz se volvía más tenue. Gabriel susurró:
—Si seguimos observando sin hacer nada, pronto dejaremos de verlo.
En el abismo
Las llamas del infierno rugían como una orquesta siniestra. Lucifer descendía los escalones de su trono, con una sonrisa que mezclaba ternura y soberbia. A su lado, Asmodeo permanecía de pie, erguido, con las alas negras desplegadas. El fuego reflejaba su piel pálida, su cabello oscuro, sus ojos celestes ahora vacíos. Los demonios se arrodillaron.
— ¡Gloria al Príncipe del Deseo! — gritaron.
Lucifer levantó una mano y el silencio volvió
—Hoy celebramos el regreso del hijo perdido. —sus palabras resonaron como una canción— La luz intentó corromperlo con dulzura, pero el abismo lo reclamó con verdad.
Belial, desde un rincón, sonrió.
—El amor es un arma, mi señor. Incluso los ángeles lo olvidan.
Lucifer giró lentamente hacia Asmodeo.
—¿Recuerdas su rostro? —preguntó con voz seductora.
Asmodeo parpadeó. Una imagen fugaz cruzó su mente: ojos dorados, un cabello dorado, un nombre sin dueño.
—No —respondió con calma— No recuerdo nada.
Lucifer asintió satisfecho, pero dentro de su sonrisa se ocultaba un brillo de triunfo oscuro. Porque él sí sabía. Sabía que la memoria nunca muere del todo… solo se esconde hasta que el dolor la llama.
En la Tierra
Uriel vagaba entre los escombros. La lluvia empapaba su ropa blanca, ahora manchada de barro y ceniza. Su cabello rubio caía sobre su rostro como un velo, ocultando los ojos donde antes ardía el sol.
Se detuvo frente a un espejo roto en la calle.
Su reflejo lo observó con indiferencia. Por primera vez, no se reconoció.
—¿Dónde estás…? —susurró, tocando el vidrio agrietado.
Su voz era un eco sin dirección. Una anciana humana se acercó, temblando bajo un paraguas.
—¿Está bien, hijo? —le preguntó.
Uriel la miró, confundido. Por un instante, su luz interior se filtró entre sus ojos, y la mujer sonrió, sintiendo una paz que no entendía.
—Sí… sí, ahora estoy bien —dijo, y siguió su camino.
Uriel continuó caminando sin rumbo. A cada paso, su mente recordaba fragmentos: la risa de Asmodeo, su calor, su voz grave pronunciando su nombre en la oscuridad.
Pero esas memorias dolían tanto que las selló en lo más profundo de su alma. No podía llorar. No podía orar. Solo avanzar.
En el cielo
Rafael caminaba solo por los jardines sagrados, sus manos entrelazadas detrás de la espalda.
—El dolor lo está destruyendo —susurró para sí mismo — Pero de esa destrucción… puede nacer algo nuevo.
Miguel apareció entre columnas de luz.
—¿Lo ves, hermano? —preguntó con voz grave— Está cayendo, y el Padre no detiene nada. ¿De verdad crees que esto es prueba o misericordia?
Rafael levantó la mirada.
—No lo sé. Pero siento que su camino no terminó. La oscuridad puede devorar su forma, pero su esencia… sigue siendo fuego divino.
Gabriel se les unió, su expresión era melancólica, los labios apretados.
—Si seguimos esperando una señal, quizá el cielo se quede sin un hermano. Quizá el amor de Uriel sea más fuerte que la voluntad misma del Padre.
Los tres se quedaron en silencio. Sabían que si bajaban sin permiso serían despojados de sus alas. Y aún así, ninguno de ellos apartó la mirada del espejo de agua que mostraba la figura de Uriel caminando bajo la lluvia.
En el abismo (segunda parte)
Lucifer observaba desde su trono. Asmodeo, ahora con una armadura oscura, se inclinaba ante él. Sus ojos celestes brillaban con el fuego del infierno.
—Tu deber será restaurar la supremacía del deseo —dijo Lucifer— La pureza es debilidad, y tú lo sabías antes de caer en el engaño del amor.
Asmodeo asintió. Pero mientras el rey del abismo hablaba, algo dentro de él ardía silenciosamente. Una punzada. Un fragmento de luz diminuta que no lograba sofocar. Belial se percató.
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Editado: 18.10.2025