El amanecer se filtraba entre las nubes grises de la ciudad, tiñendo los edificios de tonos dorados y rosados, como si el cielo mismo recordara el color de las alas de Uriel.
Pero él ya no las desplegaba. Las mantenía ocultas, plegadas en su interior, como si negar su propia luz pudiera borrar el vacío que lo devoraba desde la pérdida de Asmodeo.
Habían pasado meses desde que abandonó la universidad. Ahora trabajaba en un periódico local bajo el nombre de Uriel Cross, un joven periodista reservado que llegaba temprano, cumplía con su deber y se marchaba sin saludar. Sus compañeros lo admiraban sin saber por qué.
Era imposible no sentirse en paz cerca de él.
Una extraña calidez llenaba la redacción cuando él entraba, un brillo invisible que hacía que todos sonrieran más, discutieran menos y se sintieran vivos.
Pero él no lo soportaba. Cada sonrisa ajena era una puñalada. Cada risa le recordaba lo que él había perdido.
— No quiero traer luz… no quiero sanar a nadie más… —susurró una noche, frente a su reflejo en la ventana del departamento, mientras la lluvia golpeaba el vidrio.
Su poder era incontrolable. Era la naturaleza misma de su ser. El alma de un serafín no podía evitar irradiar armonía, aunque su corazón se estuviera desangrando.
Durante el día, Uriel escribía artículos sobre conflictos humanos: corrupción, guerras, desigualdad. Observaba la oscuridad del mundo con una tristeza que ya no podía llorar. Y por las noches, recorría los barrios marginales de la ciudad, donde sentía presencias extrañas. Su instinto celestial lo guiaba como un radar silencioso hacia los lugares donde la sombra se acumulaba.
Fue en uno de esos recorridos que sintió la vibración del abismo. Un susurro gutural, un eco de risas crueles que atravesaban los muros invisibles entre mundos.
El aire se volvió denso. Las farolas titilaron.
Y de la oscuridad del callejón surgieron cuatro demonios menores, con cuerpos deformes por la corrupción y ojos vacíos como pozos de alquitrán.
Uriel levantó la vista con calma. Sus ojos dorados brillaron con un destello rosado cuando extendió una mano hacia el suelo. El pavimento vibró. De su piel emanó una luz cálida, suave, pero implacable. Los demonios retrocedieron instintivamente.
—¿Aún no entienden? —murmuró con voz helada— No quiero pelear. Pero tampoco voy a permitir que destruyan más vidas.
Uno de ellos rugió y se abalanzó sobre él. Uriel giró sobre su eje, creando un arco de luz que lo atravesó en un solo movimiento. La criatura se desintegró en polvo oscuro que el viento arrastró hacia la nada. Los otros tres atacaron juntos.
Uriel cerró los ojos, y de su espalda emergió una onda expansiva de energía rosada, como pétalos lanzados por un huracán divino. Los demonios cayeron al suelo convulsionando, incapaces de soportar el peso de su pureza.
Cuando la batalla terminó, el ángel se arrodilló sobre el pavimento agrietado. Su respiración era irregular. No estaba débil por falta de poder, sino por falta de voluntad.
¿Cuántas veces más debo luchar solo?
pensó, mientras la luz de sus alas se apagaba lentamente.
El cielo, arriba, permanecía en silencio. Miguel, Gabriel y Rafael observaban desde su plano superior, impotentes. Las órdenes del Padre eran claras: no interferir. Gabriel, de alas doradas, apretó los puños con frustración.
—Si seguimos así, lo perderemos también a él.
Rafael, el sanador, bajó la mirada.
—Su alma no ha caído, pero se marchita. La soledad puede corromper incluso la más pura de las luces.
Miguel, el guerrero, mantenía los ojos cerrados, inmóvil. Sabía que Uriel lo escuchaba, aunque no físicamente.
—Hermano… —susurró— no pierdas la fe. La oscuridad siempre tiembla ante tu luz.
Pero Uriel no respondía. Había cortado el vínculo con el cielo por decisión propia. Ya no quería sentirlos. Ya no quería amar.
Esa misma noche, la temperatura descendió bruscamente. El cielo se cubrió de un manto carmesí, y un viento sulfuroso barrió las calles. Uriel lo sintió antes de verlo: Belial había regresado.
A su lado, emergiendo entre la niebla negra del abismo, Sariel desplegó sus alas de ónix.
Los dos príncipes del infierno se alzaban en mitad de la avenida desierta, mientras las luces de los autos parpadeaban y se apagaban una por una. Belial sonrió, los colmillos reflejando la luz roja de los faroles moribundos.
—Qué curioso… el ángel más bello del cielo convertido en un miserable periodista ¿Dónde está tu amado, Uriel?
El nombre de Asmodeo le desgarró el alma.
Uriel lo miró con frialdad.
—Muerto… —respondió con voz firme— Igual que ustedes lo estarán pronto.
Sariel soltó una carcajada.
—Qué arrogancia. Ni siquiera tienes al cielo de tu lado.
—No lo necesito —replicó Uriel, y su luz estalló.
La batalla fue feroz. Las alas de Belial, negras y amplias como un eclipse, azotaban el aire con fuerza demoníaca, lanzando ondas de energía corrupta. Sariel, por su parte, movía las manos con elegancia letal, invocando cadenas etéreas que buscaban atrapar al ángel purificador.
Uriel esquivó, giró, se elevó unos metros sobre el suelo y cruzó los brazos frente a su pecho. De su cuerpo emanó un resplandor que hizo vibrar los vidrios de los edificios cercanos. Los cristales se quebraron en mil fragmentos que flotaron suspendidos, brillando con la misma tonalidad rosada de sus alas. Con un movimiento de sus manos, los fragmentos se convirtieron en dagas de luz pura que lanzaron contra sus enemigos.
Belial rugió. Su piel se quemó bajo el contacto de la energía divina. Sariel bloqueó el ataque con un muro de sombra, pero su brazo izquierdo quedó herido, chorreando una sustancia viscosa de color púrpura. Uriel respiraba agitadamente. Su luz seguía siendo poderosa, pero su corazón dolía demasiado. Belial lo notó.
—Esa tristeza te hace débil, pequeño arcángel.
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Editado: 18.10.2025