El Beso Del Abismo

Los ecos del amor que fue

El amanecer se levantó gris sobre la ciudad, una neblina pesada cubría las calles como si el cielo mismo se negara a despertar. Uriel caminaba solo, con el abrigo oscuro cerrado hasta el cuello y los ojos dorados ocultos tras unas gafas. Aquel ángel que una vez iluminó el firmamento con alas rosadas ahora caminaba entre los humanos como una sombra elegante y distante. Era periodista. Era humano. Era… nada.

Y sin embargo, a su alrededor, la vida florecía sin motivo. Donde él pasaba, los ancianos sentían alivio en sus dolores, los niños reían sin saber por qué, las flores crecían incluso en el cemento. Su luz seguía ahí, traicionando su decisión de olvidar.

— No quiero amar. No quiero recordar — se repetía cada mañana frente al espejo, mientras un halo imperceptible de luz se filtraba bajo su piel.

Había decidido no mirar atrás. El amor, pensaba, era un lujo que los ángeles no debían permitirse. Lo había comprendido tarde, pero al fin lo había aceptado. Y sobre todo, se había convencido de una verdad que lo mantenía respirando:

Los príncipes del abismo jamás renunciarán a la oscuridad. No saben amar… ni les interesa saberlo.

Esa frase era su escudo. Una mentira necesaria para no morir.

En el abismo, las llamas ardían con el resplandor enfermizo del poder. Asmodeo, sentado sobre un trono de ónix y huesos, observaba el fuego que danzaba ante él. Su piel, pálida y perfecta, parecía esculpida en mármol. Sus alas negras, extendidas detrás, eran como un eclipse que tragaba la luz. Pero en sus ojos celestes había un vacío.

Lucifer lo había recibido con honores.
Belial lo aclamó como su hermano perdido.
Sariel lo observaba con una sonrisa cargada de veneno.

Y sin embargo, Asmodeo no recordaba nada.
Su mente estaba limpia, sin historia, sin pasado. Pero a veces… algo ardía en su pecho. Cuando miraba el fuego, veía reflejos rosados. Cuando cerraba los ojos, una voz dulce lo llamaba desde muy lejos.

Uriel

Esa voz lo hacía temblar. Belial lo había notado.

—Tu poder está inestable —le dijo con desprecio— La superficie te contaminó.

—No —respondió Asmodeo, mirándolo con calma— Solo necesito tiempo.

Lucifer, desde su trono, sonrió con un gesto que no era humano.

—Déjalo. Un alma rota es más útil que una completa.

Y todos rieron.

Pero en las profundidades, Asmodeo no reía.
Cuando el silencio caía sobre el abismo y los príncipes dormían, él se levantaba, caminando entre sombras que lo reconocían como su señor… y sin saber por qué, las odiaba.

Una noche, se detuvo ante el espejo negro del Salón del Olvido, el mismo donde Lucifer bendecía a los suyos. El espejo se agitó. Por un instante, vio su reflejo… y detrás de él, una figura dorada. Un rostro angelical. Una mirada que lo atravesó como fuego. Uriel. Asmodeo cayó de rodillas, presionando el pecho. El dolor era insoportable, como si una parte de su alma intentara salir de nuevo a la superficie.

— ¿Quién eres? — susurró entre jadeos, mirando al vacío— ¿Por qué… cuando cierro los ojos, siento que olvidé algo que me hacía… feliz?

El fuego respondió con un rugido.
Lucifer lo observaba desde la oscuridad.
Sabía perfectamente qué estaba ocurriendo.

— Ah, mi amado príncipe…— susurró el rey del abismo, divertido— Tu corazón aún está contaminado por la luz.

Y mientras las risas de los demonios retumbaban, Asmodeo se levantó con el ceño fruncido, sin comprender la causa de su angustia. Su pecho ardía. Su alma, aunque rota, buscaba algo que no podía nombrar.

En la tierra, Uriel cubría la ciudad con su presencia invisible. Había aprendido a moverse sin que los demonios notaran su esencia. Ya no usaba su luz para luchar, sino para sobrevivir. Pero su corazón no encontraba descanso.

Cada vez que el sol tocaba su piel, sentía una punzada. Cada vez que oía la palabra amor en boca de los humanos, su respiración se detenía unos segundos. El pasado lo acosaba con los ecos de lo que una vez fue: Asmodeo riendo, sus manos rozando las suyas, sus ojos celestes brillando como océanos. Uriel apretó los dientes.

—No. No miraré atrás. No volveré a amar.

Aun así, sus lágrimas eran fuego. Esa noche, mientras revisaba artículos en la redacción vacía, una energía conocida estremeció el aire. El reloj de pared se detuvo. Las luces parpadearon. Un viento helado recorrió el lugar.

—Otra vez… —susurró Uriel, levantándose.

El suelo se agrietó. De entre las sombras surgieron demonios de rango medio, deformes y veloces, arrastrando cadenas de humo negro. Eran los heraldos de Sariel.

—El ángel que quiso jugar a ser humano —burló uno, con una voz como metal oxidado—¿Dónde está tu amado ahora?

Uriel no respondió. Abrió los brazos, y por primera vez en semanas, dejó que su luz saliera de él sin restricciones. La oficina se llenó de un brillo rosado que hizo vibrar los vidrios y derretir el asfalto. Los demonios gritaban, retorciéndose como sombras ardiendo en el amanecer.

—Mi amor murió —dijo el ángel con voz firme— Pero mi deber no.

Uno tras otro, los demonios fueron cayendo.
Cuando el último se desintegró, el silencio regresó. Uriel cayó de rodillas, exhausto. Su respiración era un sollozo contenido. Sus manos temblaban.

— No volveré a amar… —repitió con voz quebrada— Porque amar me costó el cielo, la tierra… y a mí mismo.

En el abismo, Lucifer se inclinó hacia Asmodeo, observando el fuego reflejado en sus ojos celestes.

—¿Sientes eso? —preguntó con una sonrisa serpenteante.

—No sé de qué hablas —respondió él, aunque su corazón latía con fuerza.

—Tu antiguo amor te llama —dijo Lucifer suavemente—. ¿O acaso crees que puedes enterrar la luz tan fácil?

Asmodeo se levantó de golpe, su poder desbordándose, haciendo temblar las paredes del inframundo.

—¡No me hables de luz! —rugió—. ¡Yo soy oscuridad!

Lucifer sonrió. Porque sabía que la oscuridad no grita….La oscuridad no sangra.
Y en ese rugido, él escuchó el eco de un ángel que aún amaba.




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