Uriel caminaba entre las calles desiertas, con el abrigo empapado por una llovizna persistente y la mirada clavada en el suelo.
Había aprendido a moverse entre los humanos sin atraer atención, ocultando el resplandor que aún dormía en su piel. Era un fantasma de sí mismo. Un ángel que había amado demasiado… y pagado el precio.
Su rostro, perfecto y tranquilo, era una máscara. Detrás, el dolor era un incendio eterno que ya no lloraba. No podía permitírselo. No otra vez. Cada lágrima era una grieta por donde regresaban los recuerdos, y los recuerdos dolían más que el fuego del abismo.
Ya no lo amo. Ya no lo necesito. Asmodeo es parte de la oscuridad, y la oscuridad no ama.
Así se repetía, una y otra vez, como un rezo hueco que lo mantenía en pie. Pero el destino no perdona a los que fingen no tener corazón.
Esa tarde, mientras revisaba fotografías de una catástrofe reciente para su artículo, el aire cambió. El reloj se detuvo. El sonido del tráfico se desvaneció. Y un escalofrío antiguo lo recorrió desde el alma hasta la carne.
—Tanto tiempo, Uriel… —dijo una voz que hacía temblar los cristales.
El ángel levantó la vista. Frente a él, entre la penumbra de la redacción vacía, estaba Sariel.
Sus alas negras rozaban el techo, extendidas con arrogancia. Sus ojos, de un violeta enfermizo, brillaban como brasas. Su sonrisa era un corte de crueldad pura. El aire a su alrededor olía a ceniza y miedo. Uriel no se movió. Solo lo miró con una serenidad helada que no era calma, sino control.
—Viniste tú mismo —dijo con voz grave— Esperaba algo más cobarde.
ariel soltó una carcajada seca.
—Oh, por favor, Uriel. No te des ese crédito. No vine por respeto, vine por diversión.
Caminó lentamente hacia él, dejando un rastro de oscuridad que marchitaba el suelo.
—Lucifer me dio permiso. Dijo que matarte sería un excelente entretenimiento… y una lección.
—¿Lección?
—Sí —susurró el caído, deteniéndose a pocos pasos— Que incluso los ángeles más puros pueden ser destruidos.
Uriel apretó los puños. Su rostro seguía sereno, pero sus alas temblaron con un leve resplandor. Sariel lo rodeó como un depredador.
—Tu amor por Asmodeo fue patético.
Uriel no respondió.
—¿Sabes lo fácil que fue borrarte de su mente? —continuó, deleitándose en el dolor que provocaba— Bastó una esfera, una palabra del Señor del Abismo y un suspiro… y desapareciste.
Sariel sonrió de lado.
—Ni siquiera gritó tu nombre cuando lo hicimos olvidar.
—Mientes —dijo Uriel, sin apartar la mirada.
—¿Miento? —el caído rió con malicia— ¡Oh, no, querido hermano! Lo vi con mis propios ojos. Su mente se quebró… y fue hermoso.
—Cállate.
—Te amaba, sí, pero eso ya no importa. Ahora sirve al abismo. Te olvido. Te reemplazó. Eres solo un error que la oscuridad corrigió.
Las luces estallaron. La energía de Uriel se desató, haciendo vibrar las paredes. El suelo se agrietó bajo sus pies. Sariel retrocedió un paso, sorprendido. Los ojos dorados de Uriel ardían como soles.
—Tú no sabes lo que es el amor —dijo con voz profunda, contenida, temblando de furia y dolor—El amor no puede ser destruido, Sariel. Ni siquiera por la oscuridad.
—¿Y qué harás, ángel de luz? —burló el caído, alzando una lanza de sombra— ¿Llorarás por él mientras te atravieso el corazón?
Uriel extendió una mano. Su espada apareció entre destellos rosados, vibrando con una melodía celestial. Su rostro seguía sereno. Pero esa serenidad era más temible que cualquier furia.
—No lloraré —dijo— Ya no.
La batalla estalló como una tormenta. El primer choque hizo colapsar el edificio. Los vidrios volaron en mil fragmentos luminosos. La ciudad tembló, los autos frenaron, la gente gritó. Dos seres imposibles se enfrentaban en medio del mundo humano.
Sariel atacaba con ráfagas de fuego oscuro, lanzas de energía que deformaban el aire.
Uriel respondía con estallidos de luz pura, su espada danzando en círculos brillantes.
Cada golpe resonaba como un trueno. Cada impacto iluminaba el cielo gris de la ciudad.
—¡Mírate! —rugió Sariel—. ¡Un ángel jugando a ser humano! ¡Tan débil como ellos!
Uriel esquivó un golpe, giró y cortó el aire con fuerza.
—Ellos sienten, aman, viven. Tú olvidaste todo eso.
Sariel lo atacó desde arriba. Uriel bloqueó el golpe, pero el choque los lanzó a ambos contra los edificios cercanos. Los humanos corrían aterrados. Y entonces Sariel sonrió.
—Veamos cuánto puedes resistir siendo su héroe.
Levantó una mano, y una docena de sombras surgieron a su alrededor, tomando cuerpos humanos. Los ojos de los poseídos se volvieron negros. Comenzaron a gritar, arrancándose la piel, transformándose en monstruos de humo. El caos se desató. Uriel se congeló. No podía atacarlos sin destruirlos. Eran humanos. Inocentes.
—¿Qué harás, hermano? —burló Sariel, apuntando su lanza hacia los civiles— ¿Lucharás… o los salvarás?
El dilema fue su debilidad. Uriel alzó su espada y, con un rugido de pura angustia, liberó un estallido de luz tan intensa que el mundo se detuvo. Una esfera rosada se expandió desde su cuerpo, cubriendo a todos los humanos y arrancando de ellos las sombras demoníacas. Los poseídos cayeron al suelo, libres, inconscientes pero vivos. Su luz los había purificado. Pero él… quedó de rodillas, débil, vulnerable.
Sariel aprovechó el momento. Su lanza atravesó el aire, directo al corazón de Uriel. El impacto fue brutal. Un destello dorado lo envolvió todo.bDurante un instante, pareció que la luz sería vencida. Pero entonces, Uriel levantó la mirada. Sus ojos brillaban con una determinación que ningún infierno podría apagar.
—Ya no lloro por amor —dijo con voz desgarradora— Pero por justicia… arderé.
Con un movimiento veloz, sujetó la lanza de Sariel con ambas manos. La luz estalló, disolviendo la oscuridad. En un segundo, Uriel desapareció y reapareció detrás del enemigo. Su espada atravesó el pecho del caído.
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Editado: 18.10.2025