El Beso Del Abismo

El Aroma del Olvido

El amanecer había vuelto a teñir el cielo de gris perlado cuando Uriel cruzó las calles de la ciudad con su abrigo oscuro, intentando no destacar.
Pero eso era imposible.

La gente se giraba para mirarlo. No sabían por qué, pero algo en él los atraía como la luna atrae las mareas. Las conversaciones se detenían cuando pasaba, las miradas lo seguían con una mezcla de fascinación y devoción inconsciente. Era la luz. Esa maldita luz que seguía emanando de él aunque intentara enterrarla bajo capas de ropa, cansancio y silencio.

Había dejado el periodismo después de la batalla con Sariel. Las cámaras, los testigos, los videos filtrados… la imagen de un hombre rodeado de un resplandor rosado había recorrido los foros y las redes con teorías conspirativas.

Un milagro”, decían algunos.
Un fenómeno”, otros.
Un ángel”, murmuraban los más supersticiosos.

Uriel había sentido ese nombre clavarse en su pecho como una lanza.

No podía quedarse. No quería ser un espectáculo.
Así que tomó un autobús sin destino y desapareció entre las luces nocturnas de otra ciudad. Dejó atrás su departamento, sus escritos, incluso su nombre humano.
Ahora era solo Uri, un joven callado que consiguió empleo en una pequeña confitería en el centro, donde el aroma a café y azúcar intentaba disimular la nostalgia. Allí, detrás del mostrador, entre vitrinas llenas de tartas y pasteles, el ángel caído del cielo servía sonrisas que no sentía.

Las primeras semanas fueron extrañamente pacíficas. Los clientes se acostumbraron a su presencia, aunque nadie podía ignorar la sensación de bienestar que emanaba de él. Las parejas reconciliadas se tomaban de la mano sin saber por qué. Los ancianos que iban solos salían con una sonrisa. Las madres dejaban de llorar por sus hijos. Incluso los empleados más gruñones se sorprendían riendo por tonterías.

Uriel no decía nada, pero lo notaba. Su luz seguía actuando por sí sola. Era imposible apagarla. Era parte de él, como su propia alma. Y aunque ese don sanaba el mundo, también lo condenaba.

Cada día, más gente llegaba a verlo. No al café, a él.
Le pedían que los tocara, que los mirara, que les dijera algo. Le ofrecían dinero, regalos, promesas. Algunos lloraban de emoción, otros se arrodillaban sin saber por qué. Uriel se refugiaba en la cocina, con las manos cubiertas de harina, temblando. Detestaba esa atención. No quería ser su dios. No quería ser su esperanza.

Yo solo quiero vivir en paz. Solo quiero que me dejen olvidar.

Pero la humanidad no olvida a quienes la hacen sentir esperanza. Y donde hay luz… siempre surge la sombra.

Esa noche, cuando cerraba el local, una energía espesa se deslizó por las calles. El aire olía a azufre y a deseo. Uriel lo sintió de inmediato. No necesitaba mirar. Sabía que los demonios estaban cerca. Algunos habían cruzado desde el abismo. Otros, en cambio, habían sido llamados.

Y lo peor: llamados por los propios humanos. Los deseos oscuros eran puertas, y cada corazón egoísta era una llave. Uriel podía sentirlos abrirse una y otra vez, como heridas invisibles en la ciudad.

Caminó por el callejón detrás de la confitería. Las sombras se movieron, retorciéndose. De ellas emergieron figuras de humo con ojos rojos y sonrisas rotas. Eran demonios menores, nacidos de la codicia y el odio humano.

—Otra vez tú… —murmuró uno con voz rasposa—. El ángel que no sabe dejar de brillar.

—Y ustedes… —respondió Uriel, sin levantar la voz—. Las sombras que no saben dejar de arrastrarse.

Su luz se encendió sin esfuerzo. El callejón se llenó de un resplandor rosado que convirtió la oscuridad en cristal. Las criaturas gritaron, intentando huir. Pero no había salida. Uriel cerró los ojos.

—Regresen al polvo del que fueron creados.
Y con un gesto de su mano, la luz los devoró.

El silencio volvió. Pero no la paz. Porque sabía que por cada demonio que destruía, otro nacía de la desesperación humana. Era una batalla sin fin. Y él estaba solo.

Mientras tanto, en el abismo, Asmodeo soñaba. Su sueño no era oscuridad, sino fuego. Una figura lo observaba a través de las llamas: cabello dorado, ojos como amaneceres. Le hablaba sin voz, le sonreía sin nombre. Y cada vez que despertaba, su pecho ardía con una nostalgia que no comprendía.

Lucifer lo había notado.
—Tus pensamientos vagan, Asmodeo.
—Estoy bien —respondió él, con frialdad.
—No. No lo estás.

Lucifer se acercó, con esa calma terrible que precedía a los cataclismos.

—Te advertí que la luz deja huellas. Que el amor, aunque sea un error, marca el alma como fuego en la piedra.
Asmodeo frunció el ceño.

—No hables de amor.

Lucifer sonrió.

—Entonces, ¿por qué pronuncias su nombre mientras duermes?

Asmodeo se tensó.

—¿De quién hablas?

—De Uriel.

El silencio fue un cuchillo. El nombre resonó en su mente como una campana rota.

Uriel.
Uriel.
Uriel.

Y algo dentro de él empezó a desmoronarse. Lucifer lo observó con ojos antiguos y crueles.

—¿Lo recuerdas?

—No —mintió Asmodeo.

—Bien. Porque si lo haces… te destruirá.

Pero Lucifer no sabía que las mentiras son frágiles ante el amor.

Durante los días siguientes, los recuerdos de Asmodeo comenzaron a filtrarse como gotas en una grieta. Un aroma, una palabra, una sensación. Veía flores que no existían en el abismo. Oía risas en la distancia. Sentía calor cuando nadie lo tocaba. Y cada vez que cerraba los ojos, veía alas rosadas. Belial se burlaba.

—Te estás ablandando, hermano.

—No hables —replicó Asmodeo con voz helada.

Pero dentro, la duda crecía. Hasta que una noche, la grieta se rompió del todo. Soñó con un beso. Con una voz. Con una promesa:

Ni el cielo ni el infierno podrán separarnos.

Despertó con lágrimas. Sus alas negras temblaban.
Por un instante, destellaron de azul. El color que había perdido. Lucifer lo sintió desde su trono.




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