La lluvia caía fina, persistente, tiñendo la tarde con un gris cansado. Uriel terminaba de cerrar las persianas del pequeño local donde trabajaba. El aroma a café recién hecho aún flotaba en el aire. Su rutina era simple, humana, casi monótona; y sin embargo, le servía para mantener su mente lejos del pasado.
Pero esa tarde el silencio no se sintió igual. Una vibración leve, como un pulso en el aire, hizo que levantara la mirada. Más allá del vidrio empañado, en la vereda mojada, alguien se detuvo bajo la lluvia. Una silueta inmóvil.
Su corazón reconoció antes que sus ojos: Asmodeo. El ángel contuvo el aliento. Por un momento creyó que era una ilusión, un eco de sus recuerdos. Pero no. Estaba allí, empapado, con el cabello oscuro pegado al rostro y los ojos celestes temblando como un mar antes de una tormenta.
Uriel sintió que el tiempo se contraía. No supo si fue un segundo o mil años el tiempo que tardó en salir. Abrió la puerta con lentitud. La campanilla sonó débil, como si temiera interrumpir.
—Estamos cerrados —dijo, su voz apenas un susurro.
Asmodeo lo observó sin decir palabra. El agua goteaba desde su mentón hasta el suelo. Su respiración era temblorosa, como si cada inhalación doliera.
—No sé quién eres —dijo finalmente—.pero algo en mí… se rompe al verte.
Uriel sintió cómo esas palabras lo atravesaban. Cada sílaba era un eco del amor que había perdido.
—Deberías irte —murmuró—. Este no es tu lugar.
Asmodeo dio un paso hacia él.
—No puedo. Hay algo en mi mente… una voz, una imagen, una sensación. —Se llevó la mano al pecho, justo donde antes había sentido el toque de la luz—. Cuando cierro los ojos, te veo.
El ángel contuvo un temblor. Esa confesión dolía más que cualquier herida.
—No me recuerdes —pidió—. Es mejor así.
Asmodeo bajó la mirada. Y entonces, un trueno partió el cielo.
El suelo vibró. Las luces de la confitería parpadearon, y un viento helado recorrió las calles. Uriel lo sintió enseguida: la presencia de algo que no pertenecía a la tierra. Una grieta invisible se abrió en el aire, y de ella emergió un resplandor oscuro que se deformaba con cada movimiento. La criatura del abismo había llegado.
Su cuerpo no tenía forma: era humo, sombra y fuego. Ojos que se multiplicaban, voces que lloraban desde adentro. Era el deseo hecho carne, una de las creaciones más antiguas de Lucifer: Apócrifa, el eco de las tentaciones humanas. Uriel retrocedió, pero la criatura sonrió con mil bocas.
—Por fin los encuentro… —susurró con voz líquida—. El ángel desterrado y el príncipe sin memoria. Qué irónica pareja.
Asmodeo sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
—¿Qué eres?
—Soy todo lo que los humanos piden en la oscuridad —dijo Apócrifa, mientras su forma se expandía— Y hoy… vengo por ustedes.
Los vidrios estallaron. Las farolas de la calle se apagaron, una tras otra. El aire se llenó de un olor metálico, casi a sangre. Uriel alzó la mano. Su espada de luz surgió con un brillo rosado, firme, puro.
—Retrocede, engendro del abismo.
La criatura rió.
—¿Crees que puedes vencerme, pequeño desterrado? El cielo te ha cerrado las puertas. Estás solo.
Uriel apretó los dientes.
—Nunca estoy solo.
Asmodeo sintió el fuego en su pecho. No sabía de dónde provenía, pero lo conocía. Era una fuerza antigua, cálida, que alguna vez había sido suya.
—Yo estaré contigo —dijo.
Uriel lo miró, con un brillo que mezclaba amor y miedo.
—No recuerdas quién eres. Si peleas, morirás.
—Si no peleo, tú morirás —respondió Asmodeo, y se colocó frente a él.
La criatura rugió, lanzando una ráfaga de energía oscura que partió el suelo en dos. Uriel extendió sus alas rosadas y detuvo el golpe con un escudo de luz. El impacto los lanzó hacia atrás, rompiendo las paredes del local. El humo se alzó. La lluvia se convirtió en aguacero. Y allí, entre los escombros, dos almas condenadas se prepararon para luchar juntas una vez más.
Apócrifa se dividió en mil sombras, rodeándolos. De cada una brotaba un eco de voz humana: deseos, promesas, súplicas, pecados. Asmodeo cayó de rodillas, llevándose las manos a la cabeza. Esa voz le recordaba al abismo, a la risa de Lucifer, a su propio juramento de rebelión. Uriel lo tomó de los hombros.
—¡Mírame! —le ordenó— No escuches. Es mentira. Todo lo que dice es mentira.
Asmodeo lo miró, jadeante. Y en ese instante algo cambió. La luz de Uriel lo envolvió, cálida, constante, y un recuerdo atravesó la oscuridad: el brillo del amanecer, las manos de un ángel sobre su rostro, un beso antes de la guerra.
—Uriel… —susurró, temblando.
El ángel lo soltó, desconcertado.
—¿Qué dijiste?
—Uriel —repitió, y una lágrima azul recorrió su mejilla— Te recuerdo…
La criatura rugió de furia. Su cuerpo se expandió, alcanzando los edificios cercanos. Las calles se hundieron bajo la presión de su poder.
—¡No! —gritó Apócrifa—. ¡Él me pertenece!
Asmodeo se puso de pie. Sus alas negras se abrieron de par en par. La lluvia se evaporaba al tocarlas. Y entonces, el fuego azul surgió, devorando la negrura.
El cambio fue inmediato. Las plumas ennegrecidas se tornaron azules primero y después celestes como el océano bajo el sol, irradiando una energía tan pura que el aire se llenó de chispas. Uriel lo miró, sin poder contener las lágrimas.
—Tu luz… ha vuelto.
Asmodeo extendió la mano.
—Peleemos juntos. Por nosotros.
Las alas de ambos se abrieron al unísono. La luz rosada y el fuego azul se mezclaron, creando un resplandor dorado que partió el cielo. Uriel atacó primero, trazando un arco de energía que cortó a la criatura. Asmodeo lo siguió, rodeando el cuerpo demoníaco con su fuego. Apócrifa gritó, y su voz resonó como un coro de lamentos humanos.
—¡Ustedes no pueden destruir lo que desean los hombres! ¡Yo soy su hambre! ¡Su fe en lo prohibido!
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Editado: 18.10.2025