El amanecer sobre la ciudad parecía distinto.
Las luces eran más pálidas, el aire más frío, y los pájaros no cantaban. Uriel lo sintió apenas abrió los ojos: algo se había quebrado en el equilibrio.
A su lado, Asmodeo dormía. Su respiración era profunda, su cuerpo envuelto por la sábana blanca y la tenue luz azul que emanaban aún sus alas. Uriel lo observó en silencio, como si temiera que al tocarlo el hechizo se deshiciera.
Era hermoso. Demasiado hermoso.
Demasiado real. Y por eso, también, peligroso.
Se incorporó lentamente, dejando que su mirada recorriera el rostro del que alguna vez fue un príncipe del abismo. Las facciones de Asmodeo, ahora suaves, parecían esculpidas en mármol y fuego. Su cabello oscuro caía sobre la almohada, y entre las sombras, una sonrisa inconsciente se dibujaba en sus labios.
Uriel apartó la mirada. Apretó el borde de la cama entre sus dedos. No podía volver a amar. No debía. Las palabras que se repetía desde que lo había recuperado eran un muro invisible:
El amor me destruyó una vez. No lo hará dos veces.
Pero las palabras no detenían lo que ardía dentro de él. El amor no era una llama fácil de apagar. Era ceniza en su pecho, y cada respiración la avivaba.
Se levantó y caminó hacia la ventana.
Afuera, el viento agitaba las hojas de los árboles y el cielo amanecía turbio. Sintió un estremecimiento recorrerle las alas rosadas, como si la luz misma le advirtiera de algo. Y entonces la escuchó. Una voz. Suave, femenina. Como un canto entre los ecos del viento.
—Uriel…
El ángel giró bruscamente. La habitación estaba vacía, pero el aire vibraba. El suelo se agrietó bajo sus pies, y la temperatura cayó en picada. Asmodeo despertó sobresaltado, su mirada azul se volvió alerta en un instante.
—¿Qué pasa?
—Alguien… —Uriel alzó la mano, intentando localizar la energía— Alguien nos observa.
El aire se volvió oscuro. De la sombra que proyectaba la pared emergió una figura. Alta, de piel pálida como el mármol, con los cabellos tan negros que absorbían la luz. Sus alas eran grises, casi translúcidas, y de sus ojos dorados emanaba una tristeza insondable.
—Cuánto tiempo ha pasado —dijo ella con voz dulce y gélida.
Asmodeo se adelantó, protegiendo a Uriel.
—¿Quién eres?
La mujer sonrió, inclinando apenas la cabeza.
—Me llamaron muchas cosas, príncipe. Tentación, castigo, eco del Edén… Pero mi nombre verdadero es Lythriel.
Uriel dio un paso atrás. La conocía.
Su alma la recordaba. Una de las primeras caídas. Un ser que alguna vez fue como él.
—Tú… fuiste un ángel del amanecer —susurró.
—Hasta que la compasión me costó las alas —respondió ella con una sonrisa amarga.
Asmodeo la observó con sospecha.
—¿Qué quieres de nosotros?
Lythriel lo miró como si lo estuviera atravesando con la mirada.
—De ti, Asmodeo, nada. De él… —sus ojos se fijaron en Uriel— … todo.
El aire vibró con un poder antiguo. Uriel sintió su pecho comprimirse. La voz de ella era una melodía hipnótica, tejida con la nostalgia del cielo y la perfidia del abismo.
—El equilibrio está roto —continuó Lythriel— Tu amor lo rompió, Uriel. La unión entre la luz y la sombra debía ser imposible. Pero tú la hiciste real.
Asmodeo dio un paso al frente, sus alas se desplegaron en un resplandor azul.
—Si vienes a destruir lo que somos, no daré un paso atrás.
Lythriel arqueó una ceja.
—¿Destruir? Oh, no… —su voz se volvió un susurro venenoso— Vengo a recordarles que el amor también puede ser una maldición.
La habitación se llenó de un perfume dulzón, pesado, casi narcótico. Uriel lo reconoció: el aroma de las flores del primer jardín, las que florecieron antes de la caída.
—¿Qué pretendes, Lythriel? —preguntó, con la voz cargada de una calma tensa.
—Ver si tu fe es tan fuerte como crees —dijo ella— Ver si ese amor que tanto defendiste puede sobrevivir… cuando la esperanza muera.
Y antes de que Uriel pudiera reaccionar, desapareció entre sombras. El silencio volvió, pero el aire aún ardía con su presencia.
La noche llegó antes de tiempo. El cielo se tornó violeta, y las estrellas titilaban como si temieran mirar abajo. Uriel y Asmodeo se refugiaron en la azotea del edificio, donde el viento era frío y las luces de la ciudad parecían un océano lejano.
—No confíes en ella —dijo Asmodeo, mirando el horizonte—. Esa mujer no trae más que destrucción.
—Lo sé —respondió Uriel con voz apagada— Pero dijo una verdad: el amor puede ser una maldición.
Asmodeo lo miró con intensidad.
—No digas eso. Nuestro amor no es una maldición.
—¿No lo es? —Uriel giró para enfrentarlo— Míranos, Asmodeo. El cielo nos ha cerrado sus puertas. El abismo nos odia. Los humanos nos temen. Y todo por algo que no debió existir.
El fuego azul de las alas de Asmodeo se apagó ligeramente.
—Si amar fue un error… prefiero seguir errando por toda la eternidad.
Uriel bajó la mirada. Sus ojos, rosados y luminosos, temblaban con un brillo melancólico.
—No entiendes… No puedo seguir amando así. Cada vez que te miro, recuerdo el dolor, la pérdida, el vacío del abismo.
—Entonces déjame llenar ese vacío —susurró Asmodeo, acercándose.
Su mano tocó el rostro del ángel con una ternura infinita. Uriel cerró los ojos.
—No puedes.
—Puedo intentarlo.
El ángel retrocedió. Sus alas se plegaron, sus dedos temblaban.
—No quiero perderte otra vez. Y si sigo amándote… lo haré.
—No perderás nada —replicó Asmodeo, con voz baja—. Lo único que te pido es que no me borres. No otra vez.
El silencio entre ambos era tan profundo que podía oírse el latido de sus corazones. Uriel respiró hondo, sintiendo que algo en su interior se quebraba. El amor seguía allí, ardiendo, negándose a morir.
—No sé cómo seguir —dijo finalmente.
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Editado: 18.10.2025