La ciudad dormía bajo un cielo encapotado, respirando con dificultad entre luces artificiales y sueños incompletos.
En el pequeño departamento donde vivían, Uriel y Asmodeo intentaban mantener una apariencia humana: dos jóvenes silenciosos, vecinos amables, estudiantes comunes.
Pero ni las paredes ni las calles podían contener lo que en verdad eran.
Desde que destruyeron a Apócrifa, el aire había cambiado. Uriel lo sentía en la piel, como un frío constante que le oprimía el alma. Y Asmodeo, aunque había recuperado su memoria y su luz azul, llevaba en los ojos la mirada de quien sabe que la guerra nunca termina.
Esa noche, el ángel se despertó sobresaltado. Había soñado con un campo de lirios marchitos y con una voz femenina que cantaba entre ruinas. Una voz que parecía suplicar… y reír al mismo tiempo.
—No duermes —dijo Asmodeo al notar que Uriel observaba la ventana con el ceño fruncido.
El ángel no respondió al principio. Sus alas rosadas brillaban apenas, tenues, casi apagadas.
—No puedo. Hay algo… en el aire. Como si la oscuridad esperara pacientemente a que bajemos la guardia.
Asmodeo se incorporó en la cama. Su torso desnudo reflejaba la luz de la luna, y sus alas azules esas que habían renacido tras siglos de penumbra se movieron levemente, como un reflejo de su inquietud.
—Sea lo que sea, no nos encontrará desprevenidos. —Se acercó a él, intentando rozarle la mano — No mientras te tenga a mi lado.
Uriel se apartó suavemente. El gesto fue leve, pero hirió más que una espada.
—No hables así, Asmodeo. No… lo compliques más.
El príncipe suspiró con tristeza, pero no insistió. Sabía que cada palabra de amor era una daga que reabría la herida que Uriel llevaba en el alma. Sin embargo, lo que ninguno de los dos sabía… era que en ese instante alguien los observaba.
En un edificio cercano, Lythriel contemplaba la escena a través del reflejo de un cristal.
No necesitaba estar presente físicamente para verlos: el eco de la luz de Uriel y el fuego azul de Asmodeo le bastaban para rastrearlos como si fueran soles dentro de la oscuridad. Su sonrisa era casi dulce.
—Qué triste —murmuró, tocando el vidrio con un dedo pálido — Dos ángeles que desafiaron al cielo solo para vivir como humanos. No saben lo que está por venir.
Su reflejo cambió: ya no era la mujer de cabellos negros y alas grises, sino una profesora de universidad, de mirada amable, labios suaves y un perfume ligero de magnolias. Así entraría en sus vidas: como una aliada, como una voz que los comprende.
La mañana siguiente trajo un aire distinto.
La universidad donde Uriel y Asmodeo cursaban sus últimas materias de Comunicación Social estaba llena de murmullos: un nuevo profesor suplente llegaría al aula de Ética y Medios. Uriel, sentado en la segunda fila, apenas escuchaba. Sus pensamientos seguían atados a la voz de la noche anterior. Hasta que la vio entrar.
Una mujer alta, de presencia elegante y rostro sereno. Sus ojos dorados recorrieron la sala y se detuvieron en él. Por un instante, el corazón de Uriel dejó de latir. No era posible. No podía ser ella.
—Buenos días —dijo la mujer, dejando una carpeta sobre el escritorio — Mi nombre es Lythia Arven. Les enseñaré sobre los límites de la verdad… y lo que sucede cuando el alma decide mentir.
La voz era idéntica. Uriel lo supo. Pero no podía reaccionar. No allí, rodeado de humanos. A su lado, Asmodeo lo miró sin comprender el repentino temblor en las manos del ángel.
A lo largo de las semanas, Lythia se volvió una figura familiar. Era amable, sabia, inspiradora. Los estudiantes la adoraban. Y aunque nunca decía nada abiertamente sobre Uriel o Asmodeo, su mirada los buscaba. Cada palabra que pronunciaba en clase parecía dirigida solo a ellos.
— El amor puede ser una bendición o un castigo, —decía con su tono suave— y a veces, lo que creemos que nos salva, nos destruye lentamente desde dentro.
Asmodeo fruncía el ceño. Uriel desviaba la mirada. Lythia sonreía. Una noche, después de clases, la mujer los alcanzó en la salida.
—¿Puedo caminar con ustedes? —preguntó con naturalidad.
Uriel vaciló, pero Asmodeo, siempre educado, asintió.
Caminaron entre luces y sombras. El aire era frío, y la ciudad olía a lluvia. Lythia hablaba sobre el sentido de la redención, sobre cómo incluso la oscuridad podía esconder una verdad divina. Sus palabras parecían inofensivas… pero cada frase era una semilla de duda.
—Díganme —dijo ella finalmente, deteniéndose frente a un puente— ¿Creen que el amor puede existir sin culpa?
Uriel la miró, turbado.
—El amor no necesita ser puro para ser verdadero —respondió, casi sin pensarlo.
Lythia sonrió.
—Esa es una respuesta de alguien que ha amado demasiado.
Sus ojos dorados se iluminaron brevemente, apenas perceptible. Asmodeo lo notó.
—¿Quién eres en realidad? —preguntó con voz baja, alerta.
Lythia inclinó la cabeza.
—Alguien que entiende lo que ustedes viven. Yo también amé a quien no debía.
Y con esas palabras se marchó, dejando tras de sí un perfume que quemaba como incienso.
Esa noche, la duda comenzó a crecer. Uriel no lo admitía, pero las palabras de la mujer lo habían herido. Mientras Asmodeo dormía, él permanecía sentado en el alféizar, mirando las luces de la ciudad.
¿Y si todo lo que hago solo empeora las cosas? ¿Y si el amor realmente es una maldición disfrazada de redención?
Apretó los puños. Las lágrimas, doradas, cayeron sobre el suelo.
—No… no volveré a caer —susurró.
Pero la oscuridad dentro de él, esa que Lythriel había despertado con una simple mirada, comenzó a moverse.
En el abismo, Lucifer observaba a través de los espejos del alma.
—Ella lo está logrando —dijo con satisfacción— Uriel duda. El amor no sobrevive donde hay duda.
Belial rió desde las sombras.
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Editado: 18.10.2025