El amanecer apenas rozaba los ventanales de la confitería. El aroma del pan recién horneado flotaba en el aire, tibio y dulce, como un suspiro divino. Detrás del mostrador, Uriel trabajaba en silencio, con la camisa arremangada, los dorados cabellos cayendo sobre su rostro y los dedos cubiertos de harina. Amasaba con una calma que era solo apariencia. Por dentro, cada movimiento era una plegaria.
La masa se hundía bajo sus manos con suavidad. Era como si intentara dar forma a sus pensamientos, convertir en pan los pedazos de su alma. El silencio lo envolvía, roto apenas por el crujir de la madera y el ritmo de su respiración.
Pensaba en él. En Asmodeo. En sus ojos azules como el cielo antes de la tormenta. En sus alas, que habían vuelto a brillar. Y en la oportunidad que la vida, caprichosa, les había ofrecido: volver a amar.
Pero el miedo aún vivía dentro de él. El miedo a perderlo otra vez, a ver cómo la oscuridad los separaba. El miedo a ser débil.
No puedo permitirme caer. Si vuelvo a amar, volveré a sufrir.
Sus manos se detuvieron. Miró la masa frente a él y pensó que el amor se le parecía demasiado: algo vivo, que debía tocarse con cuidado, o podía romperse. La campanilla de la puerta sonó. No esperaba a nadie.
—Aún no abrimos —dijo, sin levantar la vista.
—Lo sé —respondió una voz profunda y familiar, que le erizó la piel.
Uriel alzó la mirada. Asmodeo estaba de pie en el umbral, la chaqueta abierta, el cabello oscuro alborotado por el viento. Traía esa mirada que mezclaba dulzura y tormenta, y en su rostro había algo distinto: una determinación serena. Cerró la puerta tras de sí. El sonido del cerrojo fue como un latido.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Uriel, intentando parecer tranquilo.
—Vine por ti —respondió Asmodeo, acercándose con pasos lentos, seguros.
—No deberías… — empezó a decir, pero su voz se quebró.
—¿No debería qué? —susurró Asmodeo, acercándose más — ¿Amarte? ¿Recordarte? ¿Sentir lo que tú también sientes?
Uriel dio un paso atrás, hasta quedar atrapado entre la mesa y el cuerpo del demonio redimido.
—Asmodeo…
El príncipe sonrió con ternura.
—No digas nada. Déjame mostrarte que el amor no siempre destruye.
Sus dedos se alzaron, rozando los de Uriel.
Eran cálidos, seguros. El ángel quiso apartarse, pero la fuerza que lo mantenía distante comenzó a resquebrajarse.
Asmodeo tomó un puñado de harina del cuenco y la dejó deslizar entre sus manos, como polvo de estrellas. El aire se llenó de un brillo blanco, casi mágico.
—Mírate —susurró, acariciándole el rostro— Amasas pan para los humanos, das vida donde otros solo ven rutina. ¿Por qué te niegas a ti mismo esa misma vida?
Uriel lo miró a los ojos. En ellos vio reflejada su propia luz. Un brillo que creía perdido.
—Tengo miedo —confesó, apenas un hilo de voz.
—Entonces deja que yo tenga el valor por los dos.
El silencio que siguió fue más elocuente que cualquier palabra. Asmodeo tomó sus manos, guiándolas de nuevo hacia la masa.
Juntos comenzaron a amasar. La harina se pegaba a sus dedos, a sus brazos, a sus ropas. Reían sin saber por qué, como si cada movimiento los limpiara del pasado.
Uriel sintió algo dentro de sí despertar. Su pecho ardía. No era dolor. Era amor, puro y antiguo. Y al mirarlo a los ojos, supo que ya no podía seguir negándolo.
El sol comenzó a filtrarse por la ventana. La harina, flotando en el aire, los envolvía como un halo. Las partículas blancas caían sobre sus cabellos, sus rostros, sus hombros, hasta cubrirlos por completo. Era como si la luz del cielo hubiese descendido a bendecirlos.
—Siempre te amé —murmuró Uriel, con lágrimas brillando en sus pestañas.
Asmodeo apoyó su frente contra la de él.
—Y yo nunca dejé de hacerlo.
Las alas rosadas del ángel se desplegaron suavemente. Las azules de Asmodeo respondieron, entrelazándose con ellas. El contacto fue un suspiro del universo, un latido compartido. El aire vibró. El reloj se detuvo.
Uriel lo abrazó. Sintió su corazón, su calor, su humanidad. Sintió que el amor, lejos de destruirlo, lo estaba devolviendo a la vida.
Y en ese instante, la confitería se convirtió en un templo. Un santuario donde la harina era polvo celestial y la masa un símbolo de creación. Asmodeo lo miró, sonriendo entre la luz blanca.
—Ahora entiendes —susurró— El amor no te quita la luz… te la multiplica.
Uriel asintió, con el alma abierta. Por primera vez en mucho tiempo, sonreía de verdad. El sol iluminó sus rostros. Los cristales del local devolvieron destellos rosados y azules, formando un arco iris en miniatura sobre el mostrador. Y en ese instante, los dos comprendieron que la redención no estaba en huir del amor, sino en atreverse a sentirlo sin miedo.
Pero fuera, en la calle, una figura observaba desde las sombras. Una mujer de cabellos negros y alas grises plegadas bajo un abrigo oscuro. Su sonrisa era tan serena como cruel.
—Hermoso… —susurró Lythriel, con los ojos dorados brillando— El amor los purifica… justo antes de destruirlos.
Del borde de su ala cayó una lágrima negra.
Y donde tocó el suelo, la tierra se agrietó.
El cielo, en lo alto, comenzó a oscurecerse.
Un trueno retumbó, presagio de una nueva tormenta. En los confines del abismo, Lucifer abrió los ojos y sonrió. Su voz resonó como una sinfonía quebrada:
Déjalos amar, Lythriel. Cuanto más brille su luz… más dulce será el momento de apagarla.
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Editado: 18.10.2025