El amanecer besó los ventanales de la confitería, derramando luz sobre los cuerpos entrelazados de Uriel y Asmodeo.
Afuera, el mundo seguía girando con su rutina indiferente; adentro, el tiempo se había detenido.
El ángel y el demonio respiraban al unísono.
Sus alas rosadas y celestes se mezclaban en un resplandor que oscilaba entre el amanecer y el ocaso. Por primera vez desde su caída, Uriel no sentía miedo. Por primera vez desde su redención, Asmodeo no sentía culpa.
Entre los restos de harina y luz, ambos comprendieron que su unión no era una maldición ni una rebelión, sino una elección sagrada. El amor que compartían no necesitaba el permiso del cielo ni el perdón del abismo. Era suyo. Eterno. Indestructible.
Uriel rozó el rostro de Asmodeo con la punta de los dedos, sonriendo con una serenidad casi divina.
—He decidido amar, sin importar el precio.
Asmodeo tomó su mano y la besó con devoción.
—Entonces el cielo ya no tiene poder sobre ti… ni el infierno sobre mí.
El aire vibró. Una onda de energía se expandió desde ellos, como un eco de pura creación. El amor había hablado el idioma que existía antes del principio de los mundos.
En las profundidades del abismo, Lythriel gritaba. Sus alas grises estaban ennegrecidas, sus ojos ardiendo con lágrimas de fuego. Frente a ella, Lucifer la miraba con una mezcla de ira y desdén.
—Fallaste —dijo con voz grave, una voz que hacía temblar la realidad.
—Su amor es demasiado fuerte… —susurró Lythriel, arrodillada, con las manos temblando— Ni mi veneno ni mi deseo pudieron quebrarlos.
—¿Amor? —repitió Lucifer, con una sonrisa fría — No existe tal cosa. Solo deseo disfrazado, solo luz que no sabe morir.
Dio un paso hacia ella, la sombra de sus alas cubriéndola por completo.
—Regresarás a tu celda, Lythriel. Quizá siglos de silencio te hagan comprender el precio del fracaso.
—¡Por favor! —imploró ella—. ¡Dame otra oportunidad!
Lucifer la observó un instante. Su sonrisa se ensanchó.
—Muy bien. Tendrás otra oportunidad… pero no como crees.
Con un simple gesto de su mano, las sombras se alzaron y se arremolinaron alrededor de Lythriel, convirtiéndose en cadenas ardientes. Ella gritó mientras era arrastrada hacia las profundidades del abismo. Lucifer la observó desaparecer entre el fuego y, con un suspiro satisfecho, se volvió hacia las tinieblas.
—Belial.
Del fondo de la oscuridad, surgió una silueta.
Alta, envuelta en una armadura de obsidiana, los ojos como brasas vivas. Su presencia era pura violencia contenida.
—Señor —dijo Belial, inclinando la cabeza.
—Tienes un nuevo propósito —anunció Lucifer, su voz reverberando como mil ecos infernales— Uriel.
El demonio alzó la mirada, y su sonrisa fue la de un cazador que había esperado siglos por ese momento.
—Lo destruiré como debí hacerlo la primera vez.
—No solo eso —añadió Lucifer— Si él muere, Asmodeo regresará al abismo por voluntad propia. La luz se quebrará. El amor será polvo.
Belial asintió. Sus alas negras se extendieron, llenando el aire de humo y ceniza.
—Será un placer.
Y con un rugido que estremeció el infierno, se lanzó hacia la tierra.
Uriel y Asmodeo caminaban por la playa cercana al pueblo donde habían decidido refugiarse La arena crujía bajo sus pies descalzos, y la brisa del mar acariciaba sus rostros. Era una de esas mañanas en las que el cielo parecía un espejo del alma. Asmodeo lo observaba mientras el sol bañaba su cabello dorado.
—Eres tan hermoso que el mundo debería detenerse para mirarte —dijo con una sonrisa traviesa.
Uriel rio suavemente.
—Si el mundo se detuviera cada vez que dices eso, viviríamos en un eterno amanecer.
Se miraron en silencio. El amor entre ellos ya no necesitaba palabras. Sus almas hablaban en un lenguaje antiguo, donde cada mirada era un verso y cada toque, una oración.
Pero en el horizonte, las nubes comenzaron a oscurecerse. El mar se agitó. Un trueno retumbó a lo lejos. Uriel frunció el ceño.
—Algo se acerca. Lo siento.
Asmodeo entrelazó sus dedos con los suyos.
—Entonces lo enfrentaremos juntos.
La tormenta estalló. El cielo se tiñó de rojo.
Del interior de un remolino de fuego emergió Belial, con su armadura de sombras y su espada llameante.
—Cuánto tiempo, Uriel —dijo con voz grave— Veo que el amor no te ha debilitado… aún.
Uriel se adelantó, la luz brotando de sus alas.
—No hay amor que debilite. Solo aquel que purifica.
Belial rió, un sonido que heló el aire.
—Entonces deja que tu pureza pruebe el acero del abismo.
Su espada descendió como un relámpago.
Asmodeo reaccionó de inmediato, bloqueando el golpe con un escudo de fuego azul. Las chispas se elevaron, encendiendo el cielo. Uriel levantó su espada de luz rosada. Asmodeo, su fuego. Ambos atacaron al unísono. El mar rugió, la arena tembló, y el horizonte se partió en dos. Belial resistió, riendo.
—Creen que el amor puede vencerme. Qué ridículo.
Uriel lo miró con calma.
—No creemos. Lo sabemos.
Sus alas se abrieron por completo, formando un círculo de luz tan intensa que la tormenta se detuvo por un instante. Asmodeo lo siguió, su fuego ardiendo en un tono más puro que nunca. La combinación de sus poderes creó una esfera brillante que envolvió al demonio. Belial gritó, su armadura se fracturó, su forma comenzó a desintegrarse.
—¡Esto no ha terminado! —rugió antes de desaparecer en la oscuridad.
Cuando la tormenta cesó, el mar volvió a su calma habitual. Uriel y Asmodeo cayeron de rodillas sobre la arena, exhaustos pero juntos. Asmodeo tomó el rostro del ángel entre sus manos.
—Te lo dije… juntos, nada puede destruirnos.
Uriel lo miró con una mezcla de amor y tristeza.
—El abismo no descansará...
—Que no lo haga —respondió Asmodeo, sonriendo — Nosotros tampoco.
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Editado: 18.10.2025