El Beso Del Abismo

La Llama que Cansa al Sol

El amanecer siguiente llegó con un silencio extraño. El mar parecía dormido, el viento sin dirección. Uriel abrió los ojos sintiendo un peso en el pecho, como si una parte de su alma se hubiese quedado atrapada en la tormenta de la noche anterior.

A su lado, Asmodeo descansaba, pero su respiración era agitada, como si incluso en los sueños siguiera peleando. Las alas azules del príncipe estaban opacas, salpicadas de motas grises; la luz que las recorría parpadeaba, intermitente.

Uriel se incorporó lentamente. El cansancio no era físico. Era algo más profundo: una fatiga de la luz. Su poder, ese que durante siglos había sido un río inagotable, ahora parecía un arroyo delgado que apenas podía sostener su brillo.

Caminó hacia la ventana. Afuera, los primeros rayos del sol parecían más fríos que de costumbre. Había una grieta en el cielo: invisible a los humanos, pero visible a los ojos de un arcángel. Y desde esa grieta, Uriel sintió la mirada del abismo.

—Nos está observando —susurró.

Asmodeo se levantó, su voz ronca, pero firme.

—Que mire todo lo que quiera. No tiene poder aquí.

Uriel lo miró de reojo. El príncipe sonreía, pero su sonrisa estaba teñida de cansancio.
Él también lo sentía. El amor que compartían era su escudo, su fuerza, su milagro....Pero también se alimentaba de su esencia. Cada vez que lo usaban para luchar, el fuego consumía un poco más de su energía vital. Uriel bajó la mirada.

—Si seguimos así… el amor que nos une podría destruirnos.

Asmodeo se acercó, tomándole el rostro con ambas manos.

—Entonces moriré amándote, y eso será suficiente.

El ángel cerró los ojos, conteniendo las lágrimas. No podía perderlo otra vez. No de esa manera.

A kilómetros de allí, el abismo respiraba. Lucifer estaba de pie frente a un lago de sombras donde las almas caídas gemían en un murmullo continuo. Cada lamento era música para él. Belial se arrodilló ante su trono, aún herido, su armadura resquebrajada.

—Fallé, mi señor.

Lucifer no lo miró.

—No fallaste, Belial. Me diste lo que necesitaba.

—¿Qué cosa?

—Tiempo.

El demonio levantó la vista, confundido.
Lucifer sonrió, girando lentamente hacia él.

—El amor es como una vela. Cuanto más intensa es su llama, más rápido se consume.

De un gesto, creó una esfera de fuego oscuro, dentro de la cual se veían las imágenes de Uriel y Asmodeo abrazados. La esfera palpitaba, viva.

—Cada vez que se tocan, cada vez que se protegen, sus almas se funden… y el equilibrio se debilita.

Belial frunció el ceño.

—Entonces… ¿no los atacaremos?

—No —respondió Lucifer, dejando caer la esfera al suelo, donde se apagó lentamente— Dejaremos que el amor los mate por sí mismo.

Durante los días siguientes, Uriel y Asmodeo intentaron recuperar la normalidad. Trabajaban juntos en la confitería, caminaban entre humanos, reían con los clientes. A los ojos del mundo, eran dos jóvenes felices.

Pero cuando la noche llegaba, la verdad se imponía. Ambos despertaban con el pecho ardiendo, el corazón desbocado, y la sensación de que algo dentro de ellos se estaba desmoronando.

—¿Recuerdas lo que dijo Lucifer la primera vez que nos enfrentamos? —preguntó Asmodeo una noche, mientras Uriel descansaba apoyado en su pecho.

—Dijo muchas cosas.

—Dijo que el amor era una prisión disfrazada de libertad.

Uriel levantó la mirada, sus ojos brillando como estrellas cansadas.

—Y se equivocó

—¿Y si tenía razón? —susurró Asmodeo—. ¿Y si esta paz… es solo la calma antes de que todo se derrumbe otra vez?

Uriel no respondió. Se limitó a tomar su mano y llevarla a su pecho.

—Entonces caeremos juntos.

En los cielos, Miguel observaba la tierra con preocupación. A su lado, Gabriel y Rafael mantenían la mirada fija en el mismo punto: el lugar donde la energía de Uriel y Asmodeo fluctuaba como una estrella enferma.

—Están debilitándose —dijo Gabriel, su voz grave.

Rafael asintió.

—El amor que los une los está consumiendo. Su poder se fusionó tanto que ya no pueden sostenerse individualmente.
Miguel apretó el puño.

—Entonces el abismo ganará sin mover un dedo.

Gabriel lo miró.

—¿Intervendremos?

El líder de los ejércitos celestiales dudó.
La orden del Padre era clara: no intervenir.
Pero ver a su hermano perderse lentamente lo partía en dos.

—No aún —dijo al fin—. Todavía no.

Esa noche, la luna se levantó más grande que nunca. Uriel no podía dormir. Se levantó y salió al patio trasero de la confitería, donde la luz plateada bañaba los rosales. Se quedó mirando el cielo, recordando los días en que volaba entre nubes, cuando su luz era infinita.

—¿Por qué, Padre? —murmuró—. Si el amor es tu creación más pura… ¿por qué nos castigas por sentirlo?

Las lágrimas cayeron silenciosas. Pero esta vez no eran doradas. Eran blancas, como la harina.bLa luz misma de su alma se estaba fragmentando. Asmodeo apareció detrás de él, sin hacer ruido. Lo rodeó con los brazos, apoyando la cabeza en su hombro.

—No llores, mi ángel —susurró—. No hay castigo si se ama de verdad.

Uriel giró lentamente hacia él.

—¿Y si amar es morir un poco cada día?

—Entonces que muera contigo —dijo Asmodeo, sonriendo débilmente— Porque prefiero mil veces la muerte contigo que la eternidad sin ti.

Se besaron. Fue un beso lento, triste, lleno de ternura. Las alas de ambos se desplegaron, envolviéndolos en una cúpula de luz celeste y rosada. El mundo desapareció, y por un instante, solo existía el amor.

Pero en las alturas, Miguel observaba con el corazón dividido. Sabía que ese beso sellaba algo más que su unión. Sellaba su destino.

En el abismo, Lucifer se levantó de su trono.
El fuego de su alrededor danzaba, respondiendo a su poder. Belial volvió a inclinarse ante él.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.