El Beso Del Abismo

El Perdón y la Prueba

La noche había caído sobre la ciudad como un manto de terciopelo. En el pequeño departamento de la calle Magnolia, el silencio era apenas interrumpido por la música suave que provenía del tocadiscos.
Uriel estaba en la cocina, preparando té.
Asmodeo, sentado en el sofá, afinaba una guitarra con expresión concentrada.

La vida humana había terminado por envolverlos con su calma terrenal. El olor a pan, la risa de los vecinos, los niños corriendo por las calles, las conversaciones triviales….Eran cosas que, para un ángel y un antiguo príncipe del abismo, parecían milagros. Asmodeo tocó un acorde leve, casi tímido. Uriel sonrió desde la cocina.

— Te estás volviendo bueno con eso.

—¿Recién ahora lo notas? —bromeó él, fingiendo indignación— Fui músico en otra vida, ¿sabías?

—Sí, claro —respondió Uriel con ironía suave— Entre las torturas, las guerras y los pactos infernales, seguro había tiempo para componer.

Asmodeo soltó una carcajada que llenó la habitación. Uriel lo miró y, por un instante, sintió que la oscuridad del mundo nunca podría alcanzarlos.bSu amado había recuperado lo que creía perdido: sus alas celestes, puras, refulgentes, como un amanecer sobre el océano.

A veces, cuando la luz del sol entraba por la ventana, las plumas de Asmodeo brillaban bajo la camisa, revelando un tenue resplandor que sólo Uriel podía ver. Ese secreto era su refugio. Una promesa silenciosa de que todo podía ser redimido.

Esa noche, mientras la luna ascendía alta sobre los edificios, una presencia antigua y poderosa llenó el aire. Uriel, que estaba sirviendo el té, se detuvo de golpe. El vapor del agua se congeló en el aire.

Asmodeo alzó la mirada.

—¿Lo sientes?

—Sí —respondió Uriel—. Es… familiar.

Una ráfaga de viento se coló por la ventana cerrada. Las luces parpadearon, y de pronto, en medio de la sala, una figura se materializó envuelta en luz dorada. Sus alas blancas se extendieron como un amanecer en medio de la oscuridad. Gabriel. El mensajero del cielo. El que siempre traía la palabra del Padre. Uriel retrocedió un paso, sorprendido.

—Gabriel…

El recién llegado sonrió con tristeza.

—Hermano mío.

Asmodeo se levantó lentamente, la respiración entrecortada.bEl brillo de su mirada contrastaba con la sombra del pasado que aún lo perseguía. Gabriel lo observó en silencio durante unos segundos que parecieron eternos. Y entonces habló, con voz serena pero cargada de emoción:

—Asmodeo, el Padre ha hablado.

El silencio fue absoluto.bEl aire, expectante.
Uriel apenas se atrevía a respirar. Gabriel extendió una mano hacia el antiguo príncipe del abismo.

—Te ha perdonado.

Asmodeo parpadeó, incapaz de procesar lo que acababa de oír. Gabriel continuó:

—Vuelves a ser uno de nosotros. El quinto arcángel. Bienvenido seas, Asmodeo de la Luz.

El nombre resonó en las paredes del departamento como una melodía sagrada.
La guitarra cayó de las manos de Asmodeo, y él se cubrió el rostro. Uriel se acercó de inmediato, abrazándolo.

El cuerpo del nuevo arcángel temblaba, no de miedo, sino de una emoción tan pura que el aire mismo parecía vibrar. Sus alas se desplegaron por completo, llenando la habitación con un resplandor azul y dorado.

Gabriel sonrió con ternura.

—El Padre no olvida a quienes aman sinceramente. Ni siquiera a los que alguna vez cayeron.

Uriel sintió una lágrima correr por su mejilla.
Era la primera vez, en siglos, que escuchaba algo tan esperanzador. Pero la alegría se apagó ligeramente cuando Gabriel bajó la mirada. Su semblante cambió. La luz que lo rodeaba se volvió más tenue.

—Hay algo más —dijo con un tono grave.

Asmodeo lo miró, alerta.

—¿Qué sucede?
Gabriel suspiró.

—Aunque has sido perdonado, ni tú ni Uriel pueden regresar al cielo todavía.

Uriel frunció el ceño.

—¿Por qué?

—Porque hay una sombra que aún debe ser destruida. El Padre ha decretado que esta batalla es solo vuestra.

—¿Belial? —preguntó Asmodeo, su voz endureciéndose.
Gabriel asintió lentamente.

—Sí. Solo cuando acaben con él, el cielo volverá a abrirse.

El silencio volvió, pesado como un velo. Uriel bajó la mirada, pensativo. Asmodeo lo observó, sintiendo que algo dentro de él se quebraba. Habían ganado el perdón, pero seguían siendo prisioneros de la tierra.

Gabriel dio un paso atrás. Su luz titilaba, como si el tiempo que podía permanecer allí se agotara.

—No puedo quedarme más tiempo.

—Gabriel —dijo Uriel, dando un paso adelante—¿Por qué el Padre no nos ayuda? ¿Por qué debe ser solo nuestra carga?

El mensajero lo miró con un profundo dolor reflejado en sus ojos.

—No me está permitido decirlo. Pero créeme… el motivo no es castigo. Es destino.

Asmodeo frunció el ceño.

—Entonces el cielo nos mira sufrir y calla.
Gabriel lo miró con compasión.

—El cielo también sufre, hermano.

Antes de partir, se acercó a ambos y extendió una mano, tocando sus frentes con un resplandor suave.

—Que la llama de su amor no se extinga. Porque es su mayor arma… y su mayor debilidad.

Y con esas palabras, Gabriel desapareció en una lluvia de luz, dejando tras de sí el eco de un canto que solo los ángeles pueden oír.

En el cielo, Gabriel volvió a su lugar junto a Miguel, Rafael y Seraphiel. Sus alas aún temblaban por la emoción. Miguel fue el primero en hablar:

—¿Lo hiciste?

—Sí. Les di el mensaje.

Rafael bajó la cabeza.

—Pobre Uriel… pobre Asmodeo.

Seraphiel cerró los ojos.

—¿Cómo pueden amar tanto… sabiendo el precio?

Gabriel los miró con tristeza.

—Porque el amor no les fue impuesto. Lo eligieron. Y por eso… es más fuerte que cualquier decreto del cielo.

Nadie habló más. Solo las estrellas titilaron en la distancia, como si también lloraran en silencio.

En la tierra, Uriel y Asmodeo permanecían abrazados, mirando la ventana por la que aún flotaban los últimos fragmentos de luz del mensajero. Asmodeo apoyó la frente en la de Uriel.




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