El Beso Del Abismo

La Jaula de la Luz

El amanecer se alzó como una herida abierta sobre el horizonte. El cielo ardía en tonos rojos y violetas, como si el mundo mismo presintiera lo que estaba por venir. Uriel despertó sobresaltado. El sello en su pecho ardía como un hierro al rojo vivo. Se incorporó jadeando, buscando a Asmodeo, que dormía a su lado, ajeno todavía al caos que se desataba.

—No… —susurró el ángel, sujetándose el pecho— ¡Padre, no! ¡Por favor...no!

La luz que emanaba del sello se expandió en círculos concéntricos por la habitación, iluminándolo todo con un resplandor cegador Los cuadros se estremecieron, las cortinas se agitaron violentamente y la guitarra cayó del sofá con un estruendo hueco. Asmodeo se despertó sobresaltado.

—¡Uriel! ¿Qué te pasa?

Pero Uriel no respondió. El fuego dorado se transformó en un resplandor fucsia, denso, casi líquido, que envolvió su cuerpo. Su rostro se tensó en una mueca de dolor indescriptible, mientras sus alas se abrían de par en par…

Las plumas rosadas, suaves y luminosas, empezaron a tornarse de un fucsia intenso, brillante y extraño, como una flor herida.

Asmodeo intentó acercarse, pero una barrera invisible lo lanzó hacia atrás, golpeándolo contra la pared. Uriel gritó. Fue un grito que partió el aire, un lamento tan puro que los cristales de la ventana se hicieron añicos.

—¡No te acerques! —gritó él, o algo dentro de él.

Pero su voz cambió, se volvió más fría, metálica, vacía. El sello brilló con una última pulsación. Y luego… silencio. Cuando la luz se disipó, Asmodeo se arrastró hacia él. Uriel estaba de pie en el centro de la habitación, su cuerpo rígido, su mirada vacía, su respiración pausada y exacta. Sus ojos, que antes brillaban con ternura, ahora reflejaban un destello impasible, helado.

—Uriel… —susurró Asmodeo, tomando su mano— Soy yo, amor mío… soy Asmodeo.

Pero el ángel lo miró sin reconocerlo. Sus palabras fueron cortantes, medidas, casi programadas:

—Asmodeo, no te acerques. No tengo nada que decirte.

La voz carecía de emoción. Era como escuchar a una máquina celestial recitando un mandato. Asmodeo retrocedió, sintiendo cómo su corazón se desgarraba.

—¿Qué te hicieron…?

Uriel no respondió. Simplemente se dio la vuelta, caminó hacia la ventana y desplegó sus alas fucsias. El aire se llenó de energía estática, una vibración tan intensa que los focos de la calle parpadearon.

De pronto, un resplandor descendió del cielo: Raguel. Su presencia era majestuosa, inmensa, imposible de ignorar. Sus alas verdes resplandecían, y sus ojos dorados miraban con una mezcla de compasión y firmeza.

—No intentes detenerlo, Asmodeo.

—¿Qué hiciste? —rugió el antiguo príncipe, con la voz quebrada de desesperación.
Raguel bajó la mirada.

—Cumplo órdenes del Padre. Su amor lo está destruyendo. Este sello suprime todo lo que podría condenarlo.

Asmodeo avanzó hacia él, con los puños apretados.

—¡Lo estás matando por dentro! ¡Eso no es protección, es tortura!

—No lo entiendes —replicó Raguel, sin alterarse— La compasión del Padre a veces se disfraza de dureza.

Uriel se giró lentamente hacia ellos. Su mirada era impenetrable. El brillo rosado de sus alas iluminaba la estancia con una belleza antinatural.

—He recibido una nueva orden —dijo, con voz hueca— Debo regresar al norte. Allí está Belial.

Asmodeo dio un paso hacia él.

—¡No irás solo!

Uriel lo miró sin emoción alguna.

—No necesito compañía.

Y entonces ocurrió algo que rompió por completo el corazón del arcángel redimido:
Uriel, aquel ser que lo había amado más allá del cielo y el infierno, extendió una mano hacia él y lo repelió con un golpe de luz.

Asmodeo cayó de rodillas, el pecho ardiendo por dentro, pero no de dolor físico… sino de impotencia. La voz del verdadero Uriel resonó, ahogada, desde lo más profundo:

Asmodeo… no me dejes…

Asmodeo la oyó. Era un susurro débil, como una llama intentando sobrevivir bajo la lluvia.
Pero Uriel, la marioneta celestial que ahora dominaba su cuerpo, giró sin decir palabra y se elevó por la ventana, desapareciendo entre las luces de la ciudad.

Raguel lo observó alejarse, y una sombra cruzó su rostro perfecto.bAsmodeo lo miró, con los ojos llenos de furia y lágrimas.

—¿Eso también es orden divina? ¿Convertirlo en un fantasma sin alma?
Raguel suspiró.

—A veces la obediencia también duele.

—¿Y el Padre? ¿Dónde está su misericordia?
Raguel respondió con un hilo de voz:

—A veces, Asmodeo… incluso Dios llora.

Sus alas se abrieron, y desapareció en un haz de luz.

Asmodeo permaneció en el suelo, mirando la ventana abierta. La ciudad seguía viva, los autos pasando, los humanos sin saber que, sobre sus cabezas, un ángel lloraba su humanidad perdida.

—Te traeré de vuelta, Uriel… aunque tenga que enfrentar al mismísimo cielo para hacerlo.

Su voz fue un juramento. Sus alas resplandecieron de azul puro, intensas como nunca antes. El fuego del amor volvió a encenderse dentro de él.

Y en el cielo nocturno, entre las estrellas, el brillo fucsia de Uriel se confundía con las luces artificiales…..Pero dentro de esa prisión divina, el verdadero Uriel gritaba en silencio, golpeando los muros de su mente, rogando ser escuchado.

Asmodeo… no me abandones. No dejes que me apague.

Esa noche, mientras Asmodeo juraba recuperarlo, Raguel ascendía al Cielo con el corazón dividido. Y ante el trono de luz, el Padre habló con voz que hizo temblar la eternidad:

La pureza debe ser probada por el fuego.
Solo si el amor sobrevive al olvido… será digno de la eternidad.

Y el sello en el pecho de Uriel volvió a arder.
Por primera vez, el fuego se mezcló con lágrimas.




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