La nieve del norte no caía: afilaba.
Cortaba el aire en astillas invisibles que se clavaban en la piel de los vivos y en la memoria de los muertos. Allí, donde la tierra era una planicie de hierro bajo un cielo sin párpados, un hombre de cabellos dorados avanzaba con la precisión de un péndulo. No dejaba huellas. No dejaba plegarias. Solo silencio.
Era Uriel.
Sus alas, antaño rosadas como el rubor de un amanecer, ardían ahora en fucsia impasible; no refulgían: imponían. Bajo el esternón, el sello una geometría de luz con un centro oscuro latía con una regularidad impía, expulsando de su cuerpo todo atisbo de emoción, toda duda, toda compasión. El sello no lo fortalecía: lo deshabitada.
Delante de él, un caserío de madera, desgajado por el viento, destilaba voces que no eran humanas. Las chimeneas exhalaban humo negro con olor a resentimiento. Las sombras, tras las ventanas, tenían ojos. Y donde no había nadie, el odio respiraba por las grietas.
Uriel se detuvo. No para mirar, no para escuchar; se detuvo porque su programación ese mandato que no era voluntad decretó que allí había oscuridad. La espada le nació en la mano como nace el hielo en la esquina de un aljibe: sin ruido, sin permiso. Entró en la primera casa, partió la penumbra, purificó.
La palabra era bella. El acto, no. Una mujer poseída gritó con la voz de tres gargantas. El filo de Uriel cruzó el aire y la sombra se deshizo como ceniza húmeda; el cuerpo humano cayó inerte. El sello aprobó. La mano de Uriel no tembló. La nieve siguió afilando el mundo.
Casa tras casa, puerta tras puerta, la línea perfecta de un juicio sin juicio. Cuando el último demonio menor y el último inocente contaminado se hizo humo, el viento se llevó la evidencia y la convirtió en leyenda para los que sobrevivieran. El sello, satisfecho, menguó su ardor. Uriel salió a la calle vacía, guardó la espada como quien deja una taza sobre un plato y siguió andando hacia el norte, donde el mapa se olvida de todos los nombres.
En el fondo más hondo de ese cuerpo impecable, algo aulló. No fue un sonido. Fue una grieta.
El verdadero Uriel ,el que sabía reír con los mortales, el que amasaba pan y dejaba harina en la comisura de un beso, golpeó las paredes de su propia mente como un náufrago la tapa del ataúd. Veía a través de sus ojos, sin poder cerrarlos. Sentía el peso de la espada, sin poder soltarla. Oía las súplicas, sin poder decir espera.
No soy esto. No. No. Asmodeo…ayúdame....
Cada vez que pronunciaba el nombre, el sello endurecía sus aristas como un cristal que recuerda que fue volcán. Una corriente fría le subía por las vértebras y lo dejaba suspendido en una calma química, como un lago radiactivo.
—Procede —dijo una voz que no tenía boca.
Y Uriel procedió.
Muy arriba, donde el aire huele a himno, el Cielo sostenía su propia nieve: no la que corta, la que calla. La luz, en el patio de las bóvedas, era una arquitectura sin sombras. Los coros, contenidos. Y el rumor que se extendía por los corredores de oro decía lo impensable: Asmodeo había sido perdonado, y su nombre engarzado otra vez en la corona de los cinco.
Caminaba ahora por ese patio, con el brillo de las alas celestes recién renacidas, suaves, luminosas, como si cada pluma fuera la respuesta a una duda antigua. Lo miraban pasar serafines y tronos, dominaciones y querubines.
No había desprecio en sus ojos, ni rencor; había una forma rara de respeto: la que sólo sienten los que han contemplado la caída y han visto a alguien volver. Gabriel se adelantó. El dorado de su mirada era un sol sin heridas.
—Hermano —lo nombró, sin retórica.
Asmodeo inclinó apenas la cabeza. Había emoción en su pecho, sí, pero estaba prensada por una urgencia que mordía.
—¿Dónde está Raguel?
El mensajero señaló con un mínimo gesto de la barbilla. Raguel aguardaba al pie de la escalinata del juicio, esa cintura de mármol que ha sostenido tantos veredictos. Alto, verde el incendio de sus alas, el rostro absoluto, era menos distancia que ley. Asmodeo no se arrodilló. Se acercó hasta estar a un palmo.
—Si el perdón ha sido dado, ¿por qué Uriel ha sido vacío?
Un susurro atravesó la plaza, como el rumor de hojas que no existen. Raguel sostuvo su mirada. Cuando habló, el Cielo escuchó:
—Porque sólo con el dolor de Uriel alguien como tú podría elegir la luz, arrepentirse de haber caído y desear el perdón. —No fue ironía. Fue sentencia.— Y porque la balanza pedía una piedra más. No la oscuridad: el límite.
—¿Límite que lo convierte en verdugo? —la voz de Asmodeo, ahora, tenía hierro.— ¿Límite que apaga su risa y lo deja matando lo que no quiere matar?
Raguel cerró, un instante, los ojos. Cuando los abrió, había en el dorado una fatiga que no era humana.
—No te diré que no duele. No te diré que es justo. Te diré lo que hay: Belial avanza hacia el corazón de los hombres. Si el Cielo desciende, el abismo sube. Si el Cielo se abstiene, el abismo se invierte. El sello fue puesto para sostener la línea. Solo uno puede atravesarla sin que todo caiga: tú.
Gabriel, detrás, apretó el labio inferior. Miguel, en la cornisa de un silencio, curvó los hombros como quien sostiene un cielo que pesa. Rafael dejó caer un pétalo violeta de su ala; nadie supo si era una lágrima.
—¿Por qué yo? —preguntó Asmodeo, y en la pregunta vibró su historia entera.
Raguel dio un paso, tan cerca que el polvo de luz de sus plumas tocó la piel que no era piel.
—Porque Él te dio la bienvenida, Asmodeo. Porque elegiste la luz sabiendo que tu amor podía no devolverte la mirada. Porque eres capaz de caminar hacia el dolor, no para adorarlo, sino para romperlo.
El horizonte del Cielo palpitó como un pecho contenido. En ninguna parte y en todas, la Voz no fuerte, no débil: inevitable, habló:
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Editado: 18.10.2025