Dentro de su propia mente, Uriel caminaba por un laberinto de espejos rotos. Cada fragmento reflejaba una escena distinta: un niño llorando, una ciudad en llamas, las manos de Asmodeo extendidas hacia él. Pero los espejos no eran espejos —eran paredes de luz que lo mantenían encerrado dentro de sí mismo.
Quiso golpear uno. Su puño atravesó la superficie brillante y sintió el frío, el vacío. Del otro lado, su cuerpo —el cuerpo que alguna vez fue suyo— se movía sin él.
Marchaba por la tierra bajo la lluvia torrencial, envuelto en un manto negro, con el rostro oculto por una capucha. Su espada resplandecía con un tono oscuro, casi violeta. Y cada vez que la blandía, algo dentro del Uriel verdadero moría un poco más. El mundo exterior era un escenario de sombras. La tormenta azotaba el bosque con una furia que parecía cósmica: relámpagos serpenteaban entre las ramas, el trueno rompía el cielo y el agua caía con tanta fuerza que arrancaba la piel de la tierra. Allí, bajo un árbol retorcido, el Uriel marioneta esperaba.
Sus alas, ocultas bajo el manto, se agitaban apenas con el viento. De vez en cuando, una ráfaga lograba abrir un pliegue de tela y revelar el resplandor fucsia oscuro que lo traicionaba: el brillo de un castigo disfrazado de deber.
Su mirada era vacía, un abismo dorado sin fondo. Nadie podría reconocer en ese ser implacable al ángel que una vez había sonreído al amanecer mientras amasaba pan junto a Asmodeo. Dentro de su prisión, el verdadero Uriel gritaba
¡Detente! ¡Por favor, detente! ¡No quiero seguir destruyendo!
Su voz resonaba en un espacio sin eco. A cada palabra, las paredes de su mente se iluminaban con reflejos de fuego y lluvia, como si su propio dolor fuera pintura.
Podía ver lo que hacía afuera, podía sentir el peso del arma, el olor del metal y la sangre, pero no podía detenerlo. Era como ver su alma arrastrada por una corriente imposible de resistir.
Asmodeo… ¿me escuchas? Estoy aquí… atrapado… ¡sálvame!
Pero su voz se perdía entre los relámpagos mentales.
Solo silencio.vSolo la sensación insoportable de estar despierto dentro de un cuerpo que ya no le obedecía.
El Uriel marioneta levantó la cabeza. Sus ojos reflejaron un destello azul —una sombra se movía entre los árboles. Demonios. Los olió antes de verlos. Eran cuatro, deformes, con alas hechas de humo y bocas en el vientre.
Saltaron entre las ramas, riendo con voces humanas.
—Mira quién está aquí —susurró uno—. El juguete del cielo.
Uriel no respondió. Sacó la espada de la nada, y el filo, al tocar la lluvia, la convirtió en vapor. El primer demonio se lanzó hacia él con una lanza de sombras; Uriel lo partió en dos con un solo movimiento. El segundo intentó flanquearlo; la hoja lo encontró antes de que respirara. Los otros dos retrocedieron, aterrorizados. Pero Uriel avanzó, con los pasos exactos de un verdugo que no siente.
Cuando el último cayó, el ángel se detuvo. El viento dejó de soplar. Solo el ruido de la lluvia contra el suelo… y el silencio. Por dentro, el verdadero Uriel lloraba.
No eran ellos los enemigos… eran esclavos. ¡Yo también lo soy!
Intentó moverse, detenerse, dejar caer la espada… pero el cuerpo no respondía. Era un espectador del horror, un prisionero en su propia carne. Y en la distancia, entre los rugidos del trueno, creyó escuchar su nombre.
Uriel…
La voz era tenue, pero inconfundible. Asmodeo. En algún rincón del mundo, Asmodeo había sentido el tirón. Su pecho ardió con la misma marca que compartía con Uriel, y su alma respondió como si el universo lo hubiera llamado por su verdadero nombre.
Mientras el cielo rugía, Uriel —el de carne, el marioneta— alzó la vista hacia el firmamento. Por un segundo, el control se tambaleó. Una lágrima se deslizó por su mejilla, perdida entre la lluvia. Dentro de él, el Uriel verdadero se aferró a esa emoción como un náufrago a una tabla.
¡Sigue esa luz! ¡Asmodeo! ¡No me dejes en la oscuridad!
Pero el sello, en su pecho, se encendió con un fulgor punitivo. Las paredes del laberinto interior se contrajeron, aplastando la esperanza. El grito de Uriel se convirtió en luz blanca que se apagó en segundos.
El marioneta cayó de rodillas, jadeando. Por primera vez, su cuerpo tembló. Miró las manos que aún sostenían el arma y notó algo distinto: la espada sangraba. No la sangre de otros, sino la suya. El sello, visible a través del manto roto, latía con violencia. Entonces escuchó pasos. Pasos que no pertenecían al viento ni al enemigo.vPasos que conocía.
Entre los relámpagos, una silueta azul celeste se delineó.
Asmodeo. El ex príncipe del abismo se acercaba, empapado, su cabello negro pegado al rostro, sus alas celestes abiertas pese a la lluvia. Cada gota que lo tocaba se convertía en luz, como si el cielo lo protegiera. Uriel levantó la espada, incapaz de detenerse. La orden resonó dentro de él:
Elimina al intruso.
Por dentro, el Uriel verdadero gritó con todas sus fuerzas
¡No! ¡Es él! ¡Es mi vida!
Pero el cuerpo no lo obedeció. El marioneta atacó. El choque fue brutal. Asmodeo detuvo la espada con sus manos desnudas; la luz del impacto iluminó todo el bosque.bLos árboles ardieron con fuego celeste, el agua hirvió, y el suelo tembló.vAsmodeo sostuvo el filo, mirándolo a los ojos.
—No pelearé contigo —dijo, jadeando—. No contra ti.
Uriel no contestó. Su mirada vacía era la de un dios olvidado. El sello ardía. Pero entonces…..Entre el estrépito de la tormenta, algo cambió. Una voz salió de su interior, ahogada pero real.
A-Asmodeo…
El demonio convertido en ángel abrió los ojos de par en par.
—Te tengo —susurró.
El brillo del sello se tornó violáceo, y el cuerpo de Uriel se estremeció. Por dentro, el verdadero Uriel extendió la mano hacia esa voz. Por fuera, el marioneta bajó la espada un milímetro.
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Editado: 18.10.2025