El Beso Del Abismo

El Ángel Errante

La lluvia no cesaba. Era como si el cielo hubiera olvidado cómo dejar de llorar.

Sobre el camino empedrado de una ciudad moribunda, Uriel caminaba sin rumbo. Su manto negro, empapado, arrastraba el barro y la ceniza de los cuerpos que quedaban a su paso. Los relámpagos trazaban líneas de fuego en el horizonte, iluminando apenas su silueta: alta, imponente, majestuosa en su desgracia. Debajo de la capucha, los ojos del arcángel eran dos abismos dorados cubiertos de vacío.

No había ira.
No había fe.
Solo obediencia.

El sello en su pecho palpitaba con un ritmo que no era suyo, enviando órdenes directas a sus músculos, a su mente, a su alma. Uriel ya no sentía el peso del remordimiento ni el calor de la culpa. Era una herramienta perfecta. Una espada sin portador.

En las sombras de los tejados, Asmodeo lo seguía. Sus alas celestes estaban plegadas, ocultas bajo un abrigo oscuro. No podía acercarse demasiado: el sello de Raguel lo repelería, destrozando su espíritu antes de tocarlo.

Aun así, lo seguía.
Noche tras noche.
Ciudad tras ciudad.

Había aprendido a leer los rastros que Uriel dejaba a su paso: templos en ruinas, calles en silencio, demonios disueltos en polvo.
Pero también… humanos. Demasiados. Y eso era lo que más lo atormentaba.

—Estás destruyéndote, amor mío… —susurró Asmodeo mirando desde lo alto de un campanario—. ¿Cuánto más podrás soportar antes de desaparecer por completo?

El reloj de la catedral marcó la medianoche.
Un relámpago cayó cerca, y el sonido retumbó en toda la ciudad como un grito de Dios.

En la plaza central, una multitud se reunía alrededor de una mujer que se retorcía en el suelo, poseída por una entidad del abismo.
Los hombres gritaban, algunos rezaban, otros huían. Y entonces lo vieron a él.

El ángel de la lluvia.
El enviado sin rostro.
El ejecutor divino.

Uriel cruzó la plaza. La multitud se abrió a su paso, algunos murmurando oraciones, otros llorando. La mujer poseída lo miró con ojos completamente negros.

—¿Crees que puedes salvarlos? —rió la voz del demonio—. Tú eres peor que nosotros!

Uriel no respondió. Desenvainó su espada, y el sonido del metal rasgando el aire fue más aterrador que cualquier trueno. Un movimiento. Un destello. Silencio.

El cuerpo de la mujer cayó al suelo. El demonio se disolvió en una nube púrpura. La multitud retrocedió, horrorizada.

Pero Uriel… no se detuvo. El sello brilló en su pecho, exigiendo más sangre. El poder lo arrastró hacia los gritos, hacia el miedo. Su espada se levantó de nuevo, apuntando ahora a los hombres y mujeres que lo miraban con terror. Dentro de él, el verdadero Uriel gritó.

¡No! ¡Ellos no son el enemigo! ¡Detente, por favor! ¡Padre, sácame de aquí!

Pero el cielo estaba mudo.
Solo la lluvia respondía, cayendo sin misericordia. La espada descendió.

Asmodeo apareció justo a tiempo para detenerla. Un resplandor azul cruzó la plaza, bloqueando el golpe con un escudo de energía celestial. El impacto fue tan violento que las ventanas de los edificios se rompieron y las campanas sonaron sin que nadie las tocara.

Uriel lo miró con su rostro sin emociones.
Asmodeo se arrodilló ante él, temblando por la cercanía. El sello lo quemaba incluso sin tocarlo.

—Uriel, mírame —rogó—. Sé que puedes oírme. Estás ahí dentro.

Por un segundo, los ojos del ángel titilaron.
Un brillo dorado, puro, apareció bajo la máscara de vacío.

A… Asmodeo…

El nombre escapó de sus labios como un suspiro moribundo. Asmodeo alzó la mano, queriendo tocarlo, pero el sello rugió y una oleada de energía fucsia lo lanzó varios metros hacia atrás. El ángel marioneta volvió a erguirse, imperturbable.

—Procede —dijo una voz invisible, la de Raguel, resonando en el viento — La misión no ha terminado.

Uriel giró sobre sus talones y se alejó, caminando bajo la tormenta. Asmodeo se incorporó con dificultad, apretando los dientes.

—Raguel… si crees que me rendiré, no me conoces.

Días después, las noticias se esparcieron:
un “ángel vengador” recorría los pueblos del norte, dejando rastros de destrucción y fuego. Algunos lo adoraban, otros lo temían.
Nadie sabía que aquel ser no era un salvador, sino un prisionero de su propia pureza.

Por las noches, Uriel se refugiaba bajo los árboles, mojado, cubierto de barro y ceniza.
El manto negro se pegaba a su piel. La espada reposaba a su lado, y los relámpagos iluminaban su rostro vacío. En el fondo de su mente, el Uriel verdadero seguía luchando.

Asmodeo… si puedes oírme… no me dejes. Estoy cansado. No quiero seguir matando.

El viento le respondió con una voz que no era voz.

Te encontraré, aunque tenga que romper el Cielo.

Una lágrima invisible cayó por el rostro del ángel marioneta. Nadie la vio. Nadie sabía que, en esa noche interminable, el amor seguía resistiendo dentro de la oscuridad.

Entre los relámpagos, una figura se deslizó por las sombras, observando desde los tejados. Llevaba un abrigo blanco y una sonrisa torcida. Sus ojos, grises como la ceniza, destilaban placer y rencor. Belial.

—Interesante… —murmuró, mirando a Uriel con fascinación — Un ángel sin alma y un demonio enamorado.. Se inclinó, susurrando al trueno —El juego apenas comienza.




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