El Beso Del Abismo

El Juicio de la Luz

En el Cielo, donde los días no tienen nombre y el tiempo se mide por el pulso de la eternidad, Gabriel caminaba en soledad entre los jardines del Alba. El viento movía suavemente las flores que no pertenecían a ningún mundo terrenal, y el aire olía a oro recién creado. Sin embargo, dentro de él, no había paz. Había culpa.

Cada vez que cerraba los ojos, veía el rostro de su hermano Uriel ardiendo bajo el resplandor fucsia del sello. Veía su mirada vacía, su voz ausente, y aquel amor que había sido llamado herejía por ellos mismos. Miguel, Rafael y él, los tres, lo habían juzgado sin comprender. Y ahora, ese juicio pesaba como una corona de fuego sobre su conciencia.

Gabriel levantó la vista hacia los cielos más altos, donde el resplandor del Padre era una presencia silenciosa. Sabía que no tenía permiso para bajar, pero el corazón de un ángel no se rige por permisos. Se rige por la compasión.

—Padre… —murmuró, con el rostro vuelto hacia la luz infinita — Si mi deber es obedecer, entonces castígame. Pero si mi deber es amar, déjame descender y salvarlo.

El viento se detuvo. No hubo respuesta.
Y, sin embargo, el silencio fue suficiente.
Gabriel extendió sus alas doradas, y en un estallido de luz, descendió a la Tierra. En el mundo humano, la tormenta seguía rugiendo.

Entre relámpagos, Asmodeo recorría las ruinas de una ciudad olvidada. Cada paso lo hundía más en el barro, y cada vez que pronunciaba el nombre de Uriel, solo el eco respondía. Llevaba días buscándolo, siguiendo rastros de energía celestial contaminada, sabiendo que su amado estaba vivo… pero prisionero.

Su pecho ardía. Sabía que no debía acercarse demasiado: el sello lo repelía, lo quemaba con el fuego divino que aún no podía dominar. Pero su amor era más fuerte que el miedo.

Finalmente, lo encontró. Bajo el árbol retorcido del bosque, Uriel estaba de pie, inmóvil, empapado por la lluvia, con su espada brillando tenuemente. Sus alas fucsia oscuras, dobladas por el peso del sello, se movían apenas. Sus ojos no eran suyos.

—Uriel… — susurró Asmodeo, dando un paso hacia él.

El ángel giró lentamente, y la voz que salió de sus labios no pertenecía a su alma. Era fría, mecánica, sin emoción alguna.

—Aléjate. No eres parte del propósito.

Asmodeo tembló.

—Tu propósito era amar, Uriel. No destruir.

El sello reaccionó ante sus palabras, emanando un resplandor cegador. Una ráfaga de energía lo golpeó con tanta fuerza que lo arrojó varios metros atrás. El demonio redimido se levantó con dificultad, con sangre y barro en el rostro, los ojos ardiendo en lágrimas.

—Entonces me quedaré aquí —dijo con voz firme— Hasta que recuerdes quién eres.

Se arrodilló frente a él, las alas plegadas, desafiando el dolor que el sello le causaba.
Una barrera invisible lo envolvió, quemando su piel, pero no se movió. Su amor era un fuego aún más poderoso que el castigo.

Uriel, por dentro, gritaba. Su verdadera conciencia luchaba contra la prisión del sello, intentando abrirse paso entre la niebla. Podía ver a Asmodeo, podía sentir su presencia, pero no podía tocarlo ni hablarle. Solo veía su sufrimiento, y eso lo desgarraba más que el fuego del infierno.

Asmodeo… no te acerques… te lastimarás…

Pero Asmodeo no escuchaba pensamientos.
Solo seguía su corazón. El suelo empezó a temblar. La energía del sello se intensificó tanto que el aire se volvió irrespirable. El cielo se rasgó con un trueno ensordecedor, y una columna de luz descendió como un relámpago dorado.

Gabriel había llegado. Aterrizó entre ambos, su túnica reluciendo bajo la lluvia.bSus alas se abrieron, llenando la oscuridad de resplandores dorados. Por un instante, incluso la tormenta pareció contener la respiración.

—Hermano —dijo con la voz quebrada—, he venido por ti.

Uriel retrocedió un paso, el sello agitándose violentamente, resistiéndose a la presencia del arcángel. El suelo se agrietó bajo sus pies.

—No… —dijo con tono vacío—. No hay hermandad. No hay amor. Solo orden.

Gabriel lo miró con un dolor inmenso, y alzó una mano hacia su rostro.

—Entonces que el orden me destruya, pero no volveré a juzgarte.

A su lado, Asmodeo avanzó.
Sus alas celestes se abrieron de par en par, brillando tanto que la lluvia evaporó al tocarlas.

—No lo toques solo —dijo, mirando a Gabriel con determinación — Su sello reacciona ante la luz divina. Si lo atacas, lo matarás.

—Entonces lo liberaremos juntos —respondió Gabriel—. Como hermanos, no como jueces.

Ambos se miraron un instante y asintieron.
Colocaron sus manos sobre el pecho de Uriel, justo donde el sello ardía como un sol enfermo. El poder los repelió con violencia, pero ellos insistieron. La energía los lanzó atrás una y otra vez, quemando sus brazos, desgarrando sus túnicas, pero ninguno se rindió.

—¡Uriel! —gritó Asmodeo, al borde de las lágrimas— ¡Mírame! ¡No soy tu enemigo, soy tu destino!

El sello brilló más fuerte, casi cegador, y una grieta de luz apareció en medio del pecho del ángel. El verdadero Uriel, desde dentro, oyó su voz.

Asmodeo… amor mío… estoy aquí.

Con un rugido que no parecía humano, Asmodeo presionó su mano sobre el sello y gritó:

—¡Luz!

Gabriel lo acompañó, con una voz que retumbó en los cielos:

—¡Fe!

Y Uriel, desde dentro, se unió con un eco que atravesó dimensiones:

—¡Amor!

La explosión de energía fue absoluta.
El sello se quebró en mil fragmentos de fuego y luz que volaron por el aire como estrellas fugaces. Una oleada blanca cubrió la tierra, sanando heridas, purificando el cielo y silenciando la tormenta.

Uriel cayó al suelo, envuelto en una luminiscencia rosada que se extendía por su cuerpo como seda viva. Su respiración era suave, sus alas se abrieron lentamente, y el color fucsia oscuro se transformó en un rosa perlado de pureza infinita. Las plumas irradiaban calor, y el suelo bajo él floreció con lirios.




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