El Beso Del Abismo

Luz entre las sombras

La mañana se levantó tibia y fragante. El aire olía a pan recién hecho, a flores que abrían sus pétalos hacia el sol. En aquella ciudad donde el caos había reinado no hacía mucho, la vida parecía renacer. Entre risas humanas, pasos apresurados y pájaros revoloteando entre las torres, Uriel y Asmodeo caminaban juntos, de la mano, mezclados entre los mortales que los rodeaban sin saber quiénes eran.

Sus alas estaban ocultas, pero su luz no podía disimularse del todo. Bajo la piel de ambos vibraba la energía del cielo, una melodía que solo los seres de alma pura podían percibir.

Uriel lucía tranquilo, con el cabello dorado cayendo sobre sus hombros y una sonrisa que apenas asomaba, mientras observaba los escaparates de una feria callejera.
Asmodeo, con su mirada celeste y su porte elegante, lo seguía con calma, disfrutando de verlo feliz, por primera vez en mucho tiempo.

—Nunca entenderé cómo logras sonreír después de todo lo que hemos vivido —le dijo Asmodeo, con un dejo de admiración.

Uriel giró hacia él, con esa ternura inconfundible que podía desarmar incluso a los demonios.

—Porque si no sonrío, ¿quién lo hará por mí? —respondió suavemente— La esperanza debe comenzar en el corazón de alguien.

Asmodeo no contestó. Solo lo observó en silencio, sintiendo una calidez indescriptible en su pecho. Ese mismo calor que alguna vez creyó perdido, ahora era su motor.

Esa tarde, regresaron a la panadería, su refugio entre el ruido del mundo. El aroma del azúcar, la vainilla y la canela los envolvía. Los clientes ya se habían marchado, y solo quedaban ellos dos, junto a un par de niños del barrio que Uriel ayudaba a alimentar después de clases.

—¿Te gustaría probar el pan de miel que hizo Asmodeo? —preguntó Uriel a los pequeños, con voz dulce.

Ellos asintieron emocionados. Asmodeo, sonriendo, les sirvió con sus propias manos.

Ver aquella escena lo conmovía más de lo que admitía. Él, el antiguo príncipe del deseo, ahora cocinaba para los inocentes. Y Uriel, el arcángel purificador, había convertido un local de pan y dulces en un santuario para las almas cansadas.

Por unos instantes, el mundo pareció perfecto. El amor no era una batalla, ni un sacrificio. Era solo eso: el calor de una mano, una risa compartida, el olor del pan en el aire.

Cuando los niños se marcharon, el silencio llenó el lugar. Uriel apoyó sus manos sobre la mesa, mirando las partículas de harina suspendidas en la luz del atardecer.

—Nunca pensé que podría ser feliz de este modo —dijo con voz baja — Sin espadas, sin órdenes… solo viviendo.

Asmodeo se acercó por detrás, rodeándolo con sus brazos.

—La guerra puede esperar —susurró— No somos solo guerreros. Somos amor, Uriel. Y el amor también puede ser una forma de lucha.

Uriel apoyó la cabeza contra su pecho. El corazón de Asmodeo latía fuerte, constante, humano. Y en ese ritmo encontró paz. Sus alas ocultas bajo la piel se estremecieron al unísono, como si una energía invisible las acariciara.

Durante las semanas siguientes, los dos se acostumbraron a su vida entre los humanos.
Uriel enseñaba a los niños a leer y escribir; Asmodeo ayudaba a ancianos y enfermos, sanando con su toque sin que nadie lo notara. Ambos caminaban cada noche por la costa, mirando el reflejo de las estrellas en el agua.

Una noche, se encontraron con Gabriel y Rafael, quienes habían bajado a la Tierra por breves horas, con permiso del Padre. El encuentro fue profundamente emotivo.

—Hermano… —dijo Gabriel, abriendo los brazos.

Uriel se lanzó a su abrazo, sintiendo por primera vez en mucho tiempo el calor de su familia. Rafael también los rodeó, uniendo sus alas invisibles en un gesto de fraternidad.

—El cielo los observa —dijo Rafael con voz grave— Lo que ustedes hacen aquí está cambiando cosas arriba.

Asmodeo bajó la mirada, incómodo.

—¿Cosas buenas o malas?

Gabriel sonrió, enigmático.

—Depende de quién lo mire. Pero el Padre… sonríe.

Uriel lo miró con ojos brillantes.

—Entonces todo esto ha valido la pena.

Los cuatro rieron. Esa noche fue una de las pocas en las que los cielos y la tierra parecían respirar el mismo aire. Sin embargo, algo comenzó a moverse en las sombras.

En lo más profundo del Abismo, Belial rugía, furioso. Su derrota había sido una humillación que no podía tolerar. Lucifer lo observaba desde su trono oscuro, sin intervenir.

—No me detendrás esta vez —gruñó Belial.

—No tengo por qué hacerlo —respondió Lucifer, cruzando las piernas— Si tanto deseas su destrucción, ve y encuéntrala tú mismo. Pero recuerda… el amor de esos dos no puede romperse con fuego. Solo con dolor.

Belial sonrió con malicia.

—Entonces haré que el mundo humano arda.
Lucifer lo dejó ir, sabiendo que cada paso lo acercaba al destino que él mismo había planeado.

Uriel y Asmodeo estaban recostados en el techo de su pequeño edificio, mirando el cielo. Las luces de la ciudad titilaban abajo, como un reflejo imperfecto de las estrellas.

—¿Crees que el amor puede ser eterno? —preguntó Uriel de pronto, sin apartar la vista del firmamento.

Asmodeo sonrió.

—No lo sé. Pero si algún amor puede serlo, es el nuestro.

Uriel giró el rostro hacia él.

—¿Y si un día el cielo o el abismo nos separan de nuevo?

Asmodeo tomó su mano.

—Entonces el cielo tendrá que bajar… y el abismo aprender a rezar.

Uriel rió suavemente, y sus labios se unieron en un beso lento, dulce, lleno de promesas silenciosas. La luz rosa de sus alas y el azul turquesa de las de Asmodeo se proyectaron en el cielo, confundidas en un resplandor que atravesó las nubes. Y desde lo alto, Gabriel los miró una vez más. Sabía que la calma era solo un preludio.

Al amanecer, un grito rompió la paz. El cielo se tornó rojo sangre. El aire olía a azufre. En el horizonte, una sombra ascendía como una tormenta viviente. Era Belial, acompañado de legiones negras que emergían desde los portales abiertos en medio de la ciudad.




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