La noche cayó sin aviso. Las estrellas, que solían brillar sobre la ciudad, fueron devoradas una a una por un manto oscuro que se extendía desde el horizonte. El aire olía a hierro, fuego y ceniza. El cielo ardía en tonos carmesí.
En el centro de aquella tormenta, un rugido emergió, profundo y gutural, estremeciendo hasta los cimientos del mundo. Las farolas explotaron. Los vidrios de los edificios estallaron en mil fragmentos luminosos.
Y de la grieta que se abrió en el cielo descendió Belial. Sus alas negras eran tan grandes que cubrían la luna. Su mirada, roja y vacía, ardía con una furia inhumana. Detrás de él, legiones demoníacas se desbordaban como una marea viva: criaturas de fuego, sombras retorcidas, bestias con rostros humanos deformados por el odio.
El rugido de sus pasos hacía temblar la tierra. En lo alto de un edificio, Uriel observaba el descenso del enemigo. Sus ojos resplandecían con una mezcla de tristeza y determinación. A su lado, Asmodeo extendía sus alas celeste turquesa, el brillo de su luz celestial reflejándose en los escombros.
—Entonces comenzó —dijo Asmodeo en voz baja, con una serenidad que ocultaba la tensión de su alma. Uriel asintió.
—Sí. El abismo viene por nosotros… pero no huiremos.
Ambos se lanzaron al aire, rompiendo el silencio como dos cometas de luz.
El primer impactoEl choque fue ensordecedor. El cielo se iluminó como si mil relámpagos hubieran estallado a la vez. Las criaturas demoníacas avanzaban en oleadas interminables, lanzando fuego negro y cuchillas etéreas que desgarraban el aire. Uriel y Asmodeo respondieron con pura luz.
El arcángel desplegó su escudo rosado, una cúpula luminosa que contenía la devastación y purificaba cada ataque. Asmodeo, con movimientos rápidos y precisos, atravesaba la oscuridad con su espada forjada en fuego celeste. Cada vez que la blandía, dejaba estelas luminosas que se convertían en explosiones azules.
—¡Uriel, a la izquierda! —gritó Asmodeo.
El ángel giró, extendiendo sus alas, y una oleada de luz purificadora barrió a un grupo de demonios que se desintegraron gritando.
El suelo se resquebrajó. Los edificios se derrumbaban como castillos de arena. Pero aun así, ellos resistían. A su alrededor, el mundo era un infierno. Pero entre el fuego y la ceniza, la luz seguía brillando.
Belial los observaba desde lo alto, con su sonrisa torcida y su manto de sombras girando a su alrededor como serpientes vivas.
—¡Asmodeo! —su voz tronó como un trueno— ¿Así me pagas, traidor?
El príncipe del abismo bajó lentamente, aterrizando sobre el asfalto fundido.
Cada paso suyo hacía vibrar el suelo.
—Te di poder, te di reino, te di nombre… ¡y lo cambiaste por amor a un ángel!
Asmodeo lo enfrentó sin miedo.
—No cambié nada. Solo recordé quién era antes de caer.
Belial rugió, su cuerpo expandiéndose, transformándose en una criatura colosal de cuernos ígneos y piel cubierta de escamas negras. Sus alas se encendieron en fuego oscuro, y de su boca brotó una llamarada que arrasó con todo a su paso. Uriel elevó su escudo justo a tiempo, deteniendo el ataque.
El fuego rebotó contra su barrera, iluminando su rostro empapado de sudor y luz.
Asmodeo se abalanzó hacia Belial. Las espadas chocaron con un estruendo que partió las nubes. El choque liberó una onda expansiva que derribó los edificios cercanos, levantando una lluvia de polvo y fuego. Belial lo empujó con brutalidad, pero Asmodeo se mantuvo firme, retrocediendo apenas unos pasos.
—¡Nunca volveré al abismo! —gritó el antiguo príncipe.
—Entonces morirás como un traidor.
El demonio alzó su garra y golpeó el suelo con tal fuerza que una grieta gigantesca se abrió bajo ellos. El fuego brotó desde las entrañas de la tierra. Asmodeo cayó, pero Uriel descendió en picada, tomándolo entre sus brazos antes de que la lava los alcanzara.
El contacto entre ambos desató un destello tan puro que la grieta se cerró al instante. El fuego se apagó. El aire volvió a vibrar. Uriel lo miró fijamente.
—Mientras estemos juntos, el abismo no nos vencerá.
Asmodeo sonrió débilmente.
—Entonces sigamos destruyéndolo.
El contraataqueUriel levantó su mano, y un torbellino de luz descendió sobre la ciudad. Su voz resonó como un cántico divino:
¡Por la verdad, por el amor, por la redención!
Cada palabra era un golpe, una vibración sagrada que quemaba las sombras.
Asmodeo, a su lado, alzó su espada y canalizó toda su energía. Sus alas turquesas se encendieron, y de su interior brotó una lluvia de relámpagos celestiales. El ejército de Belial comenzó a caer, desintegrado por la unión de ambas luces. Pero Belial no cedía. Su furia era inagotable. Y en lo profundo de su pecho, algo oscuro comenzó a despertar.
—Creen que pueden vencerme con amor —rugió, alzando el brazo — ¡El amor no es más que debilidad!
Sus palabras se transformaron en una onda expansiva que hizo temblar el firmamento.
Las luces de la ciudad se apagaron por completo. Durante un instante, todo fue silencio. Luego, una explosión negra cubrió todo el cielo.
Uriel gritó el nombre de Asmodeo. El torbellino de oscuridad los separó. Uriel cayó hacia el suelo como una estrella apagada, atravesando los restos de un edificio. Su cuerpo golpeó la tierra con fuerza. La sangre mezcla de luz y fuego se extendió sobre el pavimento.
Asmodeo, atrapado entre las sombras, forcejeaba intentando liberarse. Belial descendió lentamente hacia él, su rostro deformado por una sonrisa.
—No puedes salvarlo. Ninguno puede.
Pero de pronto, una columna de luz rosada atravesó la oscuridad. Belial se detuvo, atónito. El suelo tembló, los cielos se abrieron, y una voz resonó en todas las direcciones:
Mientras mi corazón recuerde… la luz jamás morirá.
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Editado: 18.10.2025