La ciudad aún humea. Bajo la piel de los edificios derruidos laten rescoldos anaranjados que parecen respirar, como si el concreto tuviera pulmones y el acero recordara el calor del infierno. El olor a ozono y ceniza se mezcla con la lluvia reciente y, entre esas dos memorias —la del rayo y la del fuego—, Uriel y Asmodeo descienden hasta un callejón estrecho que sobrevivió a la batalla por pura terquedad de piedra.
Uriel camina primero. Su luz es suave, no enceguece: acaricia. Tiene el cabello rubio pegado a la frente por el sudor y la humedad, y en la comisura de los labios una línea de sangre seca que brilla como un rastro de vino bajo la luna.
A su lado, Asmodeo pliega las alas celeste turquesa hasta convertirlas en un contorno apenas insinuado bajo la gabardina negra; cada pluma contiene un reflejo líquido, como si hubiese absorbido y guardado estrellas para luego devolvérselas a Uriel cuando él lo necesite.
—Aquí —dice Asmodeo, y su voz no es una orden: es un refugio.
Empuja una puerta metálica que se resiste con un quejido. Detrás de ella, un marco de escaleras descendentes. El olor cambia: harina dormida, madera húmeda, restos de azúcar caramelizado.
Han encontrado una antigua confitería con subsuelo: el horno apagado, los mesones cubiertos por sábanas, una alacena con frascos de vidrio opacos que conservan fantasmas el perfume de la vainilla. Allí, en esa penumbra tibia, el mundo se calma por primera vez desde que el cielo se tiñó de rojo.
Asmodeo toca el encendedor antiguo que deja salir una llama pequeña; de una cerilla nacen dos velas, y de dos, cinco. El brillo se expande por las paredes como si una Vida se cruzara de brazos a gusto, sentándose entre los recuerdos de azúcar y pan. Uriel se sienta en un banco, deja que sus alas ahora sí se desplieguen.
Son rosadas y perladas, de una suavidad que no pertenece a la materia. Al abrirse, desprenden un aire templado, una brisa que huele a mañana, aunque afuera sea medianoche.
—Deberíamos cerrar heridas —murmura Asmodeo, arrodillándose frente a él.
—Y hablar del miedo, también —responde Uriel, con una sonrisa cansada.
Asmodeo levanta la vista. En sus ojos se enciende, por un segundo, un brillo de vértigo: ese temblor que no viene del peligro sino de la belleza. Toma las manos de Uriel, las gira con cuidado; las palmas están marcadas por cortes finos, algunos brillan con el resplandor que deja la espada cuando calla en el cuerpo. Asmodeo sopla sobre ellas. Su aliento es una plegaria caliente. La piel se recompone como si fuese una canción regresando a la melodía después de un tropiezo.
—Me salvaste cuando caí —dice—, ahora te toca dejar que te salve yo.
—No necesito salvación —responde Uriel con una terquedad dulce.
—Lo sé. Pero déjame sumarme a tu luz.
Asmodeo apoya la frente en las manos ya sanas. Uriel entrelaza los dedos con los suyos. Una corriente los recorre: no es magia ni milagro, es reconocimiento. Asmodeo asciende con la mirada, encontrándose con el borde de ese cansancio que no es físico. Lo conoce: es el desgaste de amar en una guerra que pide todo, incluso lo que uno no sabe que tiene.
—Hoy te vi caer —susurra—. Por un segundo pensé que te perdía bajo la oscuridad de Belial.
—Hoy te vi temblar dentro de su sombra —responde Uriel—. Creí que no volverías a respirar luz.
—Pero respiramos —sonríe Asmodeo— Juntos.
Se inclina y roza con los labios la herida de la comisura. Es un beso mínimo, un hilo de agua sobre piedra caliente. Uriel cierra los ojos. Las velas dibujan en su rostro un mapa de sombras y resplandores. La herida deja de sangrar. Se vuelve memoria sin dolor.
Suben a la planta alta. La confitería convive con el presente: vitrinas vacías, cartel de cerrado inclinado, una cafetera vieja. Asmodeo encuentra una tetera, la llena con agua de una cisterna intacta y la pone sobre una hornalla que, contra toda lógica, funciona.
El gas arranca como un suspiro cansado. Uriel recorre con la yema de los dedos los azulejos blancos, traza siluetas invisibles. Está atento a ese silencio activo que queda después de una batalla: el silencio que puede estallar o sanar.
—¿Qué escuchas? —pregunta Asmodeo, sirviendo agua caliente en dos tazas desparejas.
—A la ciudad intentando recordar su nombre —responde Uriel—. Y a nuestros hermanos… allá arriba. Dudan, piensan, se preguntan cuánto amor cabe en una ley.
—¿Y el Padre?
—El Padre mira. Deja que la luz elija su forma.
No necesitan azúcar. Beben el agua como si fuera una sopa de fuego manso. Cada sorbo baja por la garganta y arrastra con él polvo y ruido. Afuera, una sirena cruza en diagonal la avenida; las ruedas levantan charcos. La vida humana, que no sabe de prisiones ni redenciones, avanza con su torpeza encantadora.
—Quiero que me cuentes algo —dice Asmodeo—. No de la guerra. De ti.
Uriel baja la taza, la sostiene con ambas manos como quien resguarda una criatura tibia.
—De niño me gustaba quedarme detrás de las nubes más bajas. Eran más lentas. Podía escuchar cómo el mundo despertaba sin que el mundo me viera. Aprendí que la luz es más hermosa cuando no se impone.
—Eso haces cuando me miras —responde Asmodeo—. No impones nada. Me dejas ser.
El complimento no tiene brillo teatral: cae como cae un paño sobre el hombro de alguien que tiene frío. Uriel estira la mano, toca el cuello de Asmodeo, la curva donde late una arteria que fue demonio y ahora reza sin palabras. Esa piel, tantas veces memoria de cuchillos, hoy se ha vuelto una promesa.
—Hay otra cosa —dice Uriel—. Durante el sello, cada vez que la oscuridad me exigía convertir amor en arma, había un punto… diminuto… que no obedecía. Era tu nombre. Asmo-de-o. Tres sílabas como tres velas en un cuarto sin ventanas.
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Editado: 18.10.2025