El Beso Del Abismo

El Amanecer de la Segunda Guerra

El amanecer se filtraba entre las nubes como un suspiro dorado, lento y pesado. Las ruinas de la ciudad dormían bajo la bruma, pero algo en el aire había cambiado: el cielo ya no estaba en silencio.

Uriel y Asmodeo se encontraban en el techo de la vieja confitería, de pie uno junto al otro. El viento jugaba con el cabello dorado del ángel y con el oscuro y rebelde de Asmodeo. Ambos contemplaban el horizonte donde la luz naciente se abría paso entre las sombras que aún respiraban. A sus espaldas, Gabriel descendía envuelto en un resplandor cálido, majestuoso, con sus alas doradas desplegadas como estandartes de esperanza.

—El Padre los ha bendecido —dijo Gabriel con una sonrisa leve, de orgullo fraternal—. Ya no hay condena para ustedes. El cielo comprende que el amor también puede ser un arma contra la oscuridad.

Uriel giró hacia él con el brillo de la emoción en los ojos. Su luz interior había vuelto por completo, tan pura que hasta el aire parecía más limpio a su alrededor. Asmodeo, sin palabras, inclinó la cabeza en reverencia.

Aquel gesto sencillo bastó para que el propio cielo los reconociera como suyos: un ángel y un redimido unidos por el amor, no por las cadenas. Pero la paz duró poco. Un estremecimiento recorrió la tierra, un rugido bajo, profundo, que ascendía desde las entrañas del mundo. El cielo se volvió rojo. Y un olor metálico, parecido al del hierro fundido, se extendió por la atmósfera.

—No... —susurró Gabriel, mirando hacia el este — No han terminado.

—Lucifer —murmuró Asmodeo, sus alas turquesas extendiéndose de golpe—. Y Belial.

La nube negra se alzó sobre la ciudad como una ola. Dentro de ella se movían cientos de sombras aladas, cuerpos deformes, ojos ardientes. Los siete príncipes del abismo se habían unido una vez más, y al frente de todos, dos presencias más antiguas que la propia guerra: Lucifer y Belial.

El suelo tembló cuando las huestes demoníacas tocaron tierra. Las farolas explotaron. Las ventanas estallaron como lágrimas de vidrio. Y los gritos de los humanos resonaron en cada calle. Uriel dio un paso adelante, sus alas rosadas extendidas a su máxima gloria.

—No permitiré que destruyan más —dijo, su voz resonando con autoridad divina — ¡Esta vez el cielo pelea con nosotros!

Gabriel desenvainó su espada dorada, que ardió como un sol recién nacido. Asmodeo, a su lado, creó un círculo de energía azulada que giraba alrededor de su cuerpo como una armadura viva. Por primera vez desde la creación del mundo, un ángel, un arcángel y un redimido peleaban juntos.

La primera oleada de demonios cayó sobre ellos. Las alas de Asmodeo se convirtieron en lanzas de luz; cada pluma que arrancaba del aire se volvía un proyectil letal. Gabriel se movía como un relámpago, su espada cortando el humo y el fuego. Uriel, en el centro del caos, abrió los brazos y su voz, mezcla de canto y trueno, purificó el aire. Los demonios más débiles se desintegraron al escuchar su nombre.

Pero Lucifer no estaba allí para perder. Desde lo alto de una torre derruida, observaba la batalla con una sonrisa paciente. A su lado, Belial, su rostro marcado por antiguas heridas, invocaba a las sombras.

—Esta vez no basta con destruirlos, hermano —dijo Lucifer con voz calmada — Hay que quebrar su fe.

Belial levantó la mano, y el cielo se oscureció de inmediato. La tierra se abrió en grietas que destilaron fuego y azufre. Un ejército nuevo emergió de esas fisuras: criaturas negras como el vacío, sin forma definida, nacidas del odio mismo.

Uriel retrocedió unos pasos, sintiendo el peso del caos. Aun con toda su luz, la oscuridad parecía multiplicarse. Asmodeo cayó de rodillas, agotado por la cantidad de energía que el combate le exigía. Gabriel lo ayudó a levantarse, pero los tres comprendieron la magnitud del peligro.

—No son demonios comunes —dijo Asmodeo, respirando con dificultad — Son fragmentos de almas perdidas… Lucifer los alimenta con el dolor de los humanos.

—Entonces purificaremos el dolor —respondió Uriel, levantando su espada de luz rosada.

La escena se volvió una danza de fuego y resplandor. Cada golpe de Gabriel era un rayo. Cada movimiento de Asmodeo, una explosión de energía azul. Y cada palabra de Uriel, una plegaria viva que se expandía en ondas que curaban y destruían al mismo tiempo.

Las calles se llenaron de resplandores. Los humanos, ocultos, veían desde las ventanas cómo tres luces combatían contra una marea negra que parecía interminable. Algunos lloraban, otros rezaban, y otros simplemente creían, sin saber en qué, pero sabiendo que esa fe era su escudo.

Lucifer observó desde la distancia, con expresión impenetrable. Sus ojos reflejaban la batalla, pero también un interés profundo en el poder que emanaba de la unión de Uriel y Asmodeo. Belial, en cambio, rugía de frustración.

—¿Qué estás haciendo, Lucifer? —gritó Belial— ¡Ataca de una vez!
Lucifer sonrió.

—Paciencia, hermano. A veces, lo más divertido de la victoria es esperar a ver si el amor realmente puede resistir el infierno.

Uriel escuchó su voz dentro de su mente, clara como una serpiente susurrante.

¿Cuánto crees que durará tu luz cuando tengas que elegir entre el cielo y el hombre que amas?

Pero Uriel no titubeó. Clavó su espada en el suelo, y el impacto liberó un estallido de energía rosada que iluminó toda la ciudad. El fuego infernal se extinguió. Las criaturas de sombra se deshicieron en humo. Y los tres arcángeles quedaron en el centro de un círculo de silencio.

El viento trajo el olor a lluvia y pan recién horneado desde la confitería. Durante unos segundos, todo fue calma. Pero Asmodeo miró hacia el horizonte y su expresión cambió.

Allí, más allá de las montañas, el cielo se partía otra vez. No era una grieta común. Era un abismo que subía, como si el infierno se abriera paso hacia la superficie. Lucifer y Belial habían desaparecido del campo de batalla, pero sus risas aún flotaban en el aire. Uriel se giró hacia Gabriel y Asmodeo, su mirada firme pero cargada de presagio.




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