El Beso Del Abismo

El último resplandor del amor

La grieta se abre como un párpado cansado y deja ver un ojo sin iris, un vacío que mira. Desde ese abismo trepa la criatura, inmensa, hecha de placas negras que se mueven como costillas de un monstruo dormido que sueña con incendios. Sus alas no baten: vibran, y cada vibración tuerce el aire, agrieta las cornisas, tensa los cables de luz hasta que cantan como violines al borde del dolor.

El cielo, que al alba había sido miel y trigo, ahora es hierro bruñido. Y en ese cielo se recortan, como tres cometas vivos, Uriel, Asmodeo y Gabriel.

—No apartes la mirada —dice Uriel, y su voz llega a Asmodeo como una cuerda amable que no aprieta.

Asmodeo asiente. Sus alas celeste turquesa brillan húmedas de niebla y fuego; el pelo negro, pegado a la frente, enmarca unos ojos intensos, humanos y eternos a la vez. A su lado, Gabriel es una columna de sol: cada vez que aspira, el mundo recuerda cómo se respira.

La criatura planta un pie en la avenida. El asfalto se hunde como si fuera piel. Las alarmas de los autos despiertan todas a la vez y suenan como un coro desafinado que quiere sobrevivir. En las ventanas, sombras humanas se asoman y se esconden; los teléfonos móviles suben, tiemblan, intentan filmar lo infilmable.

Desde la cúpula rota de una iglesia, Belial sonríe con los dientes de la cólera. Desde la sombra alta de una torre, Lucifer no sonríe: mide.

—A la señal —dice Uriel.

La señal es un latido. Los tres descienden. El primer choque no es sonido: es clima. Uriel abre las alas rosadas y el aire se vuelve respirable. Su luz no enceguece; limpia. Gabriel cae en picado con la espada por delante y, al atravesar la corriente oscura que rodea al monstruo, la hoja deja a su paso líneas doradas que se convierten en jaurías de rayos.

Asmodeo, a la izquierda, dibuja con su mano un círculo azul profundo y lo lanza como quien arroja una rueda al curso de un río: donde rueda, apaga el odio.

La criatura ruge. Lo que sale de su garganta no es fuego: es recuerdo negro, el residuo de ciudades arrasadas, de promesas rotas, de madres que lloran a contraluz. La avenida retrocede un metro por puro terror. Uriel, en el centro, habla:

—¡Basta!

No grita. Nombra. Y cuando nombra, el monstruo parpadea con su ojo de vacío, como si por primera vez alguien lo hubiera llamado por un nombre que reconoce.

—Ese núcleo… —murmura Gabriel—. Tiene algo vivo.

—No algo —corrige Asmodeo, con un hilo de dolor—. Alguien.

Belial aplaude despacio, burlón.

—La luz se enternece —dice— Qué predecible.

Lucifer inclina apenas la cabeza, como quien escucha una fuga. Sus manos están a la espalda; no trae armas. Él es su arma.

Las primeras líneas demoníacas llegan como una ola y se estrellan contra la defensa de Uriel: un escudo que parece una cúpula de agua rosada. Cada criatura que la toca siente por un segundo lo que olvidó: su primera noche sin miedo, su primer pan compartido, su primer abrazo. Ese segundo basta para deshacerlas: se convierten en humo limpio que el viento reparte.

—Sigue —dice Uriel, y Gabriel entiende.

El arcángel dorado se abre paso con una coreografía exacta. No hay saña en su golpe; hay cirugía. Corta ataduras, desarma trampas, despeja la entrada. Asmodeo forza el flanco: de sus alas se desprenden plumas que, al tocar el suelo, se convierten en estacas de luz clavadas como límites. Ningún demonio que pasa esa línea vuelve a levantarse.

—No gastes en ira —le recuerda Uriel, y Asmodeo baja el pulso del fuego. Su furia aprende ritmo.

La criatura, irritada, bate por fin sus alas. El viento que fabrica es una ola de olvido. Donde pasa, los nombres de las calles se borran de las placas, los amantes no recuerdan por un instante cómo se llaman, las fotos en los móviles quedan en blanco. Gabriel cae de rodillas; su espada se apaga.

—¡Gabi! —Asmodeo se lanza — ¡Aguanta!

Uriel cierra los ojos y hunde ambas manos en la cúpula: la luz rosada baja, cubre el barrio como una sábana tendida a gran velocidad. Los nombres vuelven como si los hubiesen llamado desde una cocina. Las fotos recuperan su color. La espada de Gabriel hace un clic y arde.

—La próxima vez —dice Gabriel, jadeando—, avísame que el viento también corta.

—No fue viento —responde Uriel—. Fue desmemoria.

Lucifer aplaude una sola vez, sin ironía.

—Hermosa técnica —admite—. Pero la memoria es un lujo caro en las guerras largas.

Belial no tiene paciencia para la estética.

—¡Rompe! —ruge—. ¡Rompe ahora!

La criatura se inclina. Su espalda se abre como una puerta maldita y de su espina dorsal salen cadenas de sombra que giran como boleadoras y se lanzan contra los tres. Uriel se eleva, Gabriel rueda, Asmodeo alza el brazo y deja que lo aten. Las cadenas lo muerden. A su contacto, su piel recuerda la celda donde fue príncipe y prisionero; un zumbido de vergüenza quiere subir a su garganta.

—No —dice, suave, como se le habla a un perro asustado. Y su luz celeste se enciende desde adentro, no para romper las cadenas, sino para calmarlas. Las sombras tiemblan, como si no supieran qué es ese abrazo que no quema. Se vuelven humo.

—Aprendiste —le dice Uriel con una sonrisa que le cura el orgullo—. No todo lo que ata se destruye: mucho se desata.

—Y mucho se devuelve —agrega Gabriel.

Asmodeo mira arriba: Lucifer por primera vez entorna los ojos.

—Hermano —dice el rey del abismo a Belial, sin mirarlo—, no les tires más de lo mismo. No son lo de antes.

Belial gruñe. Chasquea los dedos. Desde las azoteas se levantan estandartes negros, y de cada tela cae una lluvia de agujas. No atraviesan la piel: atraviesan las dudas. Donde caen, los humanos dudan de la ayuda, de la luz, de sí mismos. Una madre suelta la mano de su hijo por un microsegundo que parece eterno; un bombero apaga la sirena y piensa irse a casa; un médico deja caer el estetoscopio.




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