Primero, el olor: pan recién hecho, lluvia templada, acero limpio. Luego, la forma: un valle ondulado que brilla como plata derretida, flores de luz que brotan en oleadas, montes hechos de letras, ríos que corren en direcciones opuestas y aun así se abrazan. Gabriel cae con la precisión de un rayo y aterriza en silencio; sus alas doradas se pliegan sin ruido, pero el resplandor que suelta su pecho enciende el horizonte como si fuera madrugada perpetua.
—¿Esto… lo hicimos nosotros? —pregunta Asmodeo, con una risa incrédula en la garganta.
—Lo invocaron —responde Gabriel, recorriendo el valle con la mirada—. El Padre dejó la puerta abierta. Ustedes la cruzaron.
Uriel se inclina y acaricia una flor de luz. La flor le muestra, como un cristal obediente, la imagen de una mujer que le da pan a un desconocido durante una guerra; otra flor enseña a un niño abrazando a su perro después de una tormenta; otra, a dos ancianos que se perdonan a tiempo. Las flores estallan en pequeñas notas musicales cuando él las toca y se vuelven semillas que caen a sus pies.
—Son memorias humanas —dice—. Las que resistieron cuando el mundo se apagó.
—Y están pidiendo forma —agrega Asmodeo, tomándole la mano—. Y protección.
El valle, sin embargo, tiene grietas. A lo lejos, como manchas en un espejo, aparecen zonas donde las flores se apagan, donde el blanco se amarillea y la luz se derrite como cera. Desde una de esas manchas se levanta un soplo frío y, con él, una figura que nace de pétalos marchitos y plumas gastadas.
Es bella y triste como una estatua rota. Sus ojos son pozos donde caen nombres. Cuando abre la boca, el aire sabe a confesionario.
—Me llamo Enara —dice, y el valle se encoge—. Yo soy la culpa.
Las flores que estaban alrededor se agachan como niños que no quieren ser llamados por lista. Uriel da un paso adelante, instintivo, con la espada aún envainada.
—No venimos a castigarte —le dice, con voz baja—. Venimos a escucharte.
—Lástima —responde Enara, y su sonrisa es un cuchillo envuelto en terciopelo—. Yo vine a castigarlos a ustedes.
Extiende los brazos. Las plumas gastadas se desgranan, y cada pluma se convierte en un espejo pequeño que flota alrededor del trío. Gabriel gira sobre su eje para cubrir el flanco; Asmodeo levanta el mentón, listo para el choque. Los espejos se encienden.
En el que queda frente a Uriel se ve a sí mismo al lado de la celda: el manto negro, los ojos vacíos, la espada descendiendo sobre rostros humanos. El metal entra y sale con exactitud quirúrgica. No hay sonido; solo la sabiduría helada de un verdugo sin alma. El Uriel de ahora siente el filo partirle el esternón desde adentro.
—No era yo —susurra.
—¿No? —pregunta Enara, dulcemente—. ¿A quién excusas, entonces? ¿A la luz? ¿Al sello? ¿Al Padre?
En el espejo que queda frente a Asmodeo aparece Ashmedai: el rostro antiguo, la sonrisa afilada, la mirada que mide y posee. En el borde de ese recuerdo, un rastro de Uriel —hermoso incluso en el dolor— y los dedos del demonio alrededor de ese brillo como un coleccionista alrededor de su pieza más rara.
—Ese no soy yo —dice Asmodeo.
—¿Y si solo duermes? —susurra Enara—. ¿Y si yo te despierto?
Lanza un dedo hacia él. De su uña nace una aguja de luz negra que busca el pecho del ex príncipe. Asmodeo la detiene con el dorso de la mano. Arde. No se aparta. Gabriel, a su derecha, se mueve: su espada corta el aire y deja un arco dorado; los espejos tiemblan, se desordenan, vuelven.
—No les muestres fragmentos —ordena el arcángel—. Muestra la historia.
Enara sonríe. Se vuelve humo. Cuando vuelve a tomar forma, ya no es estatua sino tormenta. La culpa cae en gotas largas como clavos. Donde caen, el valle rechina y se oxida; las flores de luz se apagan con un suspiro. Uriel extiende el brazo y, por primera vez en este mundo, desenvaina.
La espada rosada canta. No corta cuerpos: corta mentiras. Cada tajo desarma una gota de culpa y la vuelve agua dulce. Asmodeo corre; la capa le flamea como bandera. Sus alas turquesa sueltan plumas que, al tocar el suelo, se vuelven líneas que delimitan: aquí no se hiere, aquí no se invoca lo que no se puede sostener, aquí no se usa el nombre de alguien para romperlo. Gabriel, mientras tanto, “cae” en el centro de la tormenta y gira, espada en alto, y su giro es un salmo: donde pasa, el granizo de remordimientos encuentra calor y se derrite.
—No puedo con los tres —admite Enara, retrocediendo— Pero puedo con él.
Se vuelve hacia Uriel. Los espejos a su alrededor se unen en uno solo, gigantesco, que ocupa el cielo. Uriel levanta la mirada y la ve: la noche de la celda, las cadenas de sombra, los príncipes del abismo arrancando pedazos de su luz como niños crueles con luciérnagas. Ve a Asmodeo fingiendo crueldad para sanarlo en secreto. Ve su cara, la del Uriel que fue, hecha una máscara de hielo. El pecho le cruje. Por un segundo, el valle pierde color.
—No mires —le pide Asmodeo, llegando a su lado.
—Sí, mira —dice Gabriel, clavando los ojos en Enara— Pero del otro lado.
Pone la palma en la espalda de Uriel. Es un toque de hermano. Asmodeo hace lo mismo, mano en el corazón. Uriel mira de nuevo. Y, como si le cambiaran la lente, ve lo que no vio: cómo, en cada golpe, alguien ese demonio redimido se llevaba la herida a sí mismo para que sanara en su carne y no en la del ángel; cómo, en cada salto del dolor, el amor no retrocedió.
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Editado: 18.10.2025