El silencio se extendía como una marea dorada sobre las colinas de cristal. Asmodeo caminaba sin rumbo, sin espada, sin abrigo, con la mirada perdida entre las sombras y los reflejos del mundo que se había reconstruido después de la tormenta. Los árboles susurraban su nombre, y el viento, cargado con el eco lejano de la voz de Uriel, lo invitaba a regresar. Pero él no podía. No todavía.
Necesitaba entenderse.
Desde que había recuperado su luz, su alma era un campo de batalla donde se enfrentaban el recuerdo del abismo y la ternura infinita de aquel amor que lo había devuelto a la vida. Amaba a Uriel con una devoción tan absoluta que le dolía. Pero ese mismo amor lo aterraba. Porque sabía que, si el cielo volvía a dudar, si Lucifer o Belial osaban siquiera tocarlo, él no tendría piedad.
Sus alas, extendidas bajo la luz de la luna, centelleaban en tonos celestes y turquesa. Cada pluma parecía un fragmento de cielo arrancado y vuelto carne. Las observó en silencio: eran el símbolo de su redención… y de su condena.
—¿Cuántas veces tuve que caer para aprender a amar de verdad? —susurró al vacío.
El eco respondió con una voz que parecía suya, la de su pasado.
Caí porque era fácil. Caí porque creí que el amor era poder. Caí porque Lucifer me hizo creer que ser libre era ser cruel.
Recordó su primer descenso: el brillo oscuro de las murallas del abismo, las risas seductoras de los príncipes que lo recibieron, el veneno de las palabras de Lucifer:
Aquí nadie te juzgará. Aquí el amor no te debilita, te eleva.
Y él lo creyó. Hasta que conoció a Uriel.
Uriel lo miró una vez y toda la mentira se vino abajo. Asmodeo se sentó junto al lago sagrado, ese espejo natural que reflejaba los pensamientos más profundos. Vio en el agua su rostro actual: pacífico, sereno, pero con una chispa feroz en los ojos. Luego, el reflejo cambió y lo mostró como el demonio que había sido: alas negras, sonrisa cruel, mirada vacía.
—No volveré a ser eso —murmuró, y el reflejo oscuro comenzó a desvanecerse — No volveré a arrodillarme ante Lucifer ni a obedecer sus caprichos. Esta vez… soy mío. Y soy suyo.
El viento se levantó, alborotando el agua del lago. De las ondas surgieron imágenes fugaces: Uriel, dormido entre plumas rosadas; Gabriel y Rafael luchando contra huestes de sombras; y Belial, herido pero vivo, arrastrándose por el polvo del abismo, jurando venganza. Lucifer, en su trono de fuego negro, sonreía con esa calma que helaba el alma.
¿De verdad crees que puedes escapar de lo que fuiste?
La voz resonó en su mente. Era Lucifer, su antiguo amo, comunicándose a través del vínculo que todavía los unía por haber sido príncipe del abismo.
—No —respondió Asmodeo en voz baja, levantando la mirada al cielo estrellado — No voy a escapar. Voy a enfrentarlo. Y voy a destruirlo si vuelve a tocar lo que amo.
El amor es tu debilidad, Asmodeo. Te hará caer otra vez.
—No —replicó, de pie, con las alas extendidas y los ojos ardiendo — El amor es mi fuerza. Y tú lo temes, Lucifer, porque jamás lo entendiste.
El suelo tembló. La conexión mental se cortó, como si el mismísimo infierno hubiese cerrado los ojos para evitar mirarlo. El aire se llenó de luz. Las aguas del lago se aquietaron. Asmodeo respiró profundamente, sintiendo por primera vez en eras una paz sincera. Sabía quién era. Sabía a quién amaba. Y sabía qué haría.
Con cada paso que daba, el cielo parecía bajar un poco más, como si el propio Padre lo observara con atención. El ex príncipe, ahora guerrero de la luz, abrió sus alas por completo y se elevó. Las plumas dejaron una estela azulada en el aire, como la firma de una promesa cumplida.
Mientras volaba hacia el norte, donde Uriel lo esperaba, recordó el calor de sus manos, la dulzura de su sonrisa, la forma en que pronunciaba su nombre cuando el mundo se callaba. Ese pensamiento bastó para devolverle todas las fuerzas. En la distancia, un rayo de luz rosada iluminó el horizonte. Uriel. Lo sentía. Lo llamaba.
Asmodeo descendió con violencia en la pradera que bordeaba el viejo templo abandonado donde ambos habían prometido reencontrarse. Uriel estaba allí, arrodillado, con las alas extendidas, mirando al cielo con desesperación. Las gotas de lluvia caían sobre su rostro, pero no las sentía. Cuando Asmodeo tocó tierra, la lluvia se detuvo. El silencio fue absoluto.
—Uriel… —susurró, apenas un aliento.
El ángel giró. Su mirada, llena de lágrimas y esperanza, se encontró con la de él.
Ambos corrieron. No importó la distancia, el tiempo ni el miedo. Cuando se abrazaron, la explosión de luz fue tan intensa que el cielo pareció abrirse para ellos. La unión de sus alas formó un arcoiris celestial visible desde los confines de la creación. Asmodeo lo sostuvo con fuerza, acariciándole el cabello.
—No más miedo, amor mío —dijo con la voz temblorosa— No más oscuridad. Si vuelven por ti, destruiré el abismo mismo.
Uriel lo miró, con la voz quebrada pero firme.
—Y yo destruiré el cielo si vuelven a separarnos.
Asmodeo sonrió. Un destello dorado cruzó sus ojos. La tormenta se reanudó, pero no era una tormenta de destrucción: era el mundo celebrando el regreso del amor.
Sin embargo, en las profundidades del abismo, dos ojos carmesí se abrieron. Belial, aún vivo, observaba la escena en su espejo de fuego. A su lado, Lucifer esbozó una sonrisa apenas perceptible.
—Déjalos creer que vencieron —dijo el Rey del Abismo — Porque solo cuando el amor se alza demasiado alto… su caída es más hermosa.
En el cielo, una pluma celeste y una rosada caen lentamente, chocando en el aire… y desintegrándose en un destello oscuro. La paz de Uriel y Asmodeo estaba por ser puesta a prueba. El abismo los observaba. Y esta vez, no pensaba fallar.
#5554 en Novela romántica
#1633 en Fantasía
#angelescaidos, #amorquedestruyeysalvael cielo, #romancedefantasia
Editado: 18.10.2025