El Beso Del Abismo

Entre la calma y el resplandor

El amanecer había llegado con una suavidad casi celestial. Por primera vez en mucho tiempo, no hubo temblores en el cielo ni susurros del abismo; solo el canto distante de los pájaros y el aroma del pan recién horneado. Uriel y Asmodeo vivían en una casa pequeña a orillas del bosque, oculta entre enredaderas y pétalos rosados que parecían reflejar el color de las alas de Uriel.

El ángel dormía aún, envuelto en una sábana blanca. La luz del sol acariciaba su rostro y las plumas que sobresalían de sus alas brillaban como cristales húmedos. A su lado, Asmodeo lo observaba en silencio, con la devoción de un hombre que contempla lo sagrado y teme romperlo con solo respirar.

Llevaba horas despierto, meditando, intentando acostumbrarse a la paz. Esa palabra que jamás había comprendido en el abismo.

Apoyó la frente contra la ventana. El viento movió su cabello rubio oscuro, y las plumas turquesa de sus alas se expandieron despacio. Su reflejo en el cristal le devolvió una sonrisa tranquila, pero en el fondo de sus ojos brillaba una promesa: si el mal volvía, si Belial o Lucifer osaban intentar algo… no habría compasión.

—Asmodeo… —susurró una voz dulce a sus espaldas.

El ex príncipe giró. Uriel se había despertado, y su mirada, aún adormecida, era tan cálida que bastaba para borrar siglos de culpa. Sonreía con esa luz tan suya, una que ni los infiernos pudieron extinguir.

—¿Otra vez sin dormir? —preguntó Uriel, con tono tierno y reprendedor a la vez.

—No necesito sueño —respondió Asmodeo, acercándose despacio — Solo esto.

Acarició su mejilla, y Uriel cerró los ojos. El roce de esa mano era un milagro que se repetía cada día. Después de todo lo vivido, ese simple gesto era su refugio.

El ángel se incorporó, dejando que la sábana cayera a un lado. Sus alas rosadas se abrieron con un suspiro, llenando la habitación de luz.

—¿Recuerdas cuando creímos que nunca tendríamos esto? —preguntó.

Asmodeo sonrió.

—Recuerdo cuando creí que no merecía siquiera mirarte —dijo—. Y sin embargo, aquí estoy.

—Aquí estás —repitió Uriel, con ternura—. Y no pienso dejarte ir.

El silencio que siguió no fue vacío. Fue un silencio lleno de respiraciones, de caricias sin palabras, de miradas que decían más que los lenguajes celestiales. El amor que compartían no era el amor distante de los cielos ni el deseo carnal de los mortales. Era una mezcla de ambos: humano y divino, fuego y gracia.

Asmodeo lo tomó de la cintura y lo atrajo hacia sí. Los cuerpos se reconocieron como si hubiesen nacido el uno del otro. Los labios se buscaron, y el beso fue largo, profundo, lleno de deseo contenido.

Las alas de ambos se entrelazaron, creando un arco de luz y color que llenó la habitación. La harina del pan que Uriel había estado preparando se esparció en el aire, pegándose a sus pieles, cubriéndolos como una lluvia blanca. Reían entre besos, respirando el aroma dulce y cálido del amanecer.

Uriel deslizó los dedos por la espalda de Asmodeo, sintiendo el latido firme de su corazón. Era real. Estaba vivo. Lo había recuperado.

—Te amo —susurró contra sus labios.

—Te amo más —respondió Asmodeo, sin pensarlo, con una certeza que quemaba.

El tiempo pareció detenerse. Solo existían ellos, su amor, el roce de sus alas, el temblor de sus corazones latiendo al unísono. El ex príncipe levantó a Uriel en sus brazos y lo llevó al borde de la ventana. Allí, donde la luz del sol los abrazó, desplegaron las alas juntos.

Desde abajo, cualquier humano que hubiese visto la escena habría jurado ver dos constelaciones fusionarse en el cielo. El rosa y el turquesa se mezclaron, formando una sola luz. Era el reflejo de un amor que trascendía las reglas, los reinos y los juicios. Asmodeo apoyó la frente en la de Uriel.

—Nada podrá tocarnos —dijo—. Ni la oscuridad, ni el miedo, ni el pasado.

Uriel lo miró con ternura, pero en su mirada había una sombra leve.

—La oscuridad siempre regresa, Asmodeo. Es parte del equilibrio.

—Entonces la enfrentaremos juntos —respondió él— Y esta vez, el amor será la espada.

El ángel sonrió. Lo besó una vez más. Luego, en un gesto lleno de esperanza, extendió la mano hacia el horizonte. La tierra floreció donde su luz tocó. El cielo se volvió dorado. Por un instante, el mundo entero pareció inclinarse ante ellos. Pero en las profundidades del abismo, algo se agitó. Belial abrió los ojos y murmuró con voz ronca:

—Si no puedo destruirlos… los haré perderse el uno al otro.

El reflejo de Uriel y Asmodeo en el agua del abismo se distorsionó. Una sombra se deslizó hacia la superficie del mundo, silenciosa, invisible. El equilibrio que habían logrado comenzaba a resquebrajarse.

Mientras tanto, arriba, Asmodeo besaba el cuello de su amado, ignorante de lo que se avecinaba.

—¿Sabes qué deseo? —dijo Uriel, entre risas.

—¿Qué?

—Que esta paz dure para siempre.

—Entonces será eterna —respondió él, sin saber que las sombras ya habían escuchado su promesa.

A lo lejos, entre las montañas, una figura femenina de ojos rojos emergió del humo del amanecer. En su mano llevaba una pluma rosa arrancada.

—Te lo prometí, Lucifer —susurró— Antes de que el amor reine… el cielo volverá a llorar.




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