El Beso Del Abismo

Luz entre los hombres

El sol nacía lento sobre la ciudad. Entre las copas de los árboles, las primeras luces se filtraban como dedos dorados acariciando los techos húmedos y los cristales empañados. Era un día común. O al menos eso parecía.

Uriel, Asmodeo y Gabriel habían aprendido o fingían hacerlo a vivir como humanos.
Compartían un apartamento en un barrio tranquilo, rodeado de cafeterías y libros viejos, donde nadie sospechaba que los tres “jóvenes universitarios” que tomaban café en el balcón cada mañana eran, en realidad, seres celestiales capaces de partir el cielo en dos con solo abrir sus alas.

Uriel trabajaba como pastelero en una pequeña confitería del centro. Asmodeo, su inseparable sombra, había conseguido empleo como profesor de historia del arte en la universidad local. Y Gabriel, siempre atento, se había adaptado al papel de periodista y fotógrafo, cubriendo noticias para un periódico cultural que solo hablaba de belleza, esperanza y redención.

Eran felices. Por primera vez en siglos, podían sonreír sin el peso del juicio o la guerra.

En la confitería, el aroma de la vainilla y el chocolate envolvía todo. Uriel se movía con elegancia, amasando pan como si compusiera música con sus manos. Los clientes lo adoraban. Había algo en su sonrisa que devolvía alegría incluso a los corazones rotos.

—Tu luz los sana —le había dicho Gabriel una vez— Aunque tú no quieras.

Pero Uriel lo sabía: esa luz, su don, lo traicionaba constantemente. No importaba cuánto intentara ocultarla; su sola presencia parecía restaurar lo que el mundo había roto.
Esa misma tarde, una anciana entró en la confitería llorando por su nieto enfermo. Uriel la abrazó apenas unos segundos y, al hacerlo, la mujer sintió cómo una energía cálida le devolvía la esperanza. Horas después, el niño sanó sin explicación alguna.

Desde lejos, en las sombras de un callejón, algo los observaba. Un joven de mirada vacía se inclinó levemente, dejando ver los ojos sin pupilas. Un demonio de bajo rango, uno de los vigilantes de Belial, espiaba con una sonrisa torcida.

—Así que aquí estás, ángel… todavía jugas a ser humano.

Mientras tanto, en la universidad, Asmodeo explicaba a sus alumnos la simbología del barroco.

—El arte no solo imita la divinidad —decía, mientras dibujaba en el pizarrón— También la desafía. Es la expresión más pura del amor… y del miedo a perderlo.

Al decirlo, se detuvo. Las palabras le recordaron demasiado a Uriel.

Uno de los estudiantes levantó la mano, pero antes de hablar, la luz de las ventanas parpadeó. Un viento helado recorrió el aula, y por un instante, Asmodeo sintió esa vibración inconfundible: la presencia de algo del abismo. Sus ojos celestes se entrecerraron. El aire olía a azufre.

—Profesor, ¿está todo bien? —preguntó la joven del primer banco.

Asmodeo forzó una sonrisa y asintió.

—Sí… solo un cambio de clima —respondió.

Pero dentro de sí, sabía que no era el clima.
Era Belial. Y lo estaba tentando de nuevo.

Gabriel, por su parte, caminaba por el parque con su cámara. Fotografiaba niños, parejas, árboles y reflejos en el agua. El cielo se reflejaba perfecto en el lago, pero al enfocar mejor, notó algo: una sombra caminando sobre el reflejo, no sobre el agua.

Disparó el obturador. La imagen quedó capturada: una figura sin rostro, envuelta en un manto negro, con ojos blancos y sin párpados. Gabriel retrocedió. El aire se volvió pesado.

—Belial… —murmuró, reconociendo el hedor del abismo.

No era él directamente, pero sí su señal.
El príncipe de la corrupción había enviado sus demonios a la superficie. No buscaban destruir todavía, sino recordarles que la paz era una ilusión. Esa noche, los tres se reunieron en el departamento. La cena estaba servida: pasta, vino y música suave. Uriel reía, Asmodeo lo observaba como si cada gesto fuera una promesa eterna, y Gabriel intentaba disimular su inquietud.

—¿Qué ocurre, hermano? —preguntó Uriel, notando su mirada perdida.

Gabriel dejó los cubiertos a un lado.

—Belial. Lo siento otra vez —dijo, en voz baja— Está probando nuestras defensas. No se ha mostrado directamente, pero envió algo… una advertencia.

El aire se tensó. Asmodeo bajó la mirada, con los puños cerrados.

—No lo permitiré. No volverá a tocarlo.
Uriel le tomó la mano.

—Amor… no puedes protegerme de todo.

—De él sí —respondió con firmeza, su voz sonando casi amenazante—. Juro por mi alma que no volverá a dañarte.

Gabriel observó el intercambio con una mezcla de ternura y preocupación. Sabía que el amor entre ellos era la luz más poderosa del cielo… pero también la más peligrosa para el equilibrio.

De pronto, las luces del apartamento parpadearon. El reloj del muro se detuvo. Y desde la ventana, una sombra cruzó fugazmente el reflejo del vidrio. Uriel se levantó de golpe..Sus alas se desplegaron instintivamente, tiñendo la habitación de un rosa luminoso. Asmodeo lo imitó, su luz celeste contrastando como el mar bajo el amanecer.

En la oscuridad del pasillo, una figura se movió. Un cuerpo delgado, pálido, sin rostro, avanzó con pasos torpes, arrastrando cadenas invisibles. Las sombras parecían seguirlo como si respiraran junto a él. Gabriel tomó la espada de luz que había ocultado bajo la mesa.

—Uno de los suyos… —dijo.

El demonio giró la cabeza, y su voz no fue un sonido, sino un pensamiento que heló el alma de los tres.

Belial los observa. Y lo que ama la luz… arderá primero.

Uriel dio un paso adelante, con la mirada encendida.

—Entonces dile a tu amo que puede mirar todo lo que quiera.

—Porque esta vez —añadió Asmodeo, con la voz grave y hermosa como el trueno— será la oscuridad la que arda.

El demonio sonrió sin boca. Luego, su cuerpo se desintegró en humo negro, dejando tras de sí un solo susurro:




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