El cielo ardía. Las nubes, normalmente suaves y blancas, se tornaron negras como el hollín. Relámpagos carmesí rasgaban el horizonte con el rugido de una tormenta que no era natural. Era el preludio del caos. Era la respiración del abismo.
Uriel, Asmodeo y Gabriel contemplaban desde el balcón del departamento aquel fenómeno imposible. El aire olía a hierro y ceniza; los árboles crujían como si la tierra misma tuviera miedo.
—No… —susurró Gabriel, entre dientes— No puede ser tan pronto.
Asmodeo avanzó un paso, los ojos ardiendo en tonos turquesa. Su cuerpo vibraba con energía celestial, pero la oscuridad del horizonte lo repelía.
—Belial no espera. Nunca lo hizo —respondió con amargura— Ha abierto la puerta.
Uriel sintió un estremecimiento recorrerle las alas. Su luz se encendió de golpe, proyectando destellos rosados sobre las paredes. El sonido lo llamó. Una voz, grave y profunda, susurraba su nombre desde el interior del viento.
Uriel… ángel de la pureza… ¿a cuántos matarás esta vez para defender tu amor?
El ángel se estremeció, cubriéndose el pecho. Era la voz de Belial, burlona, venenosa. Y no venía sola. En el cielo, una línea de fuego se abrió de norte a sur.
Un portal.
Gigantesco.
Viviente.
Parecía un ojo negro cubierto de llamas. Y del interior, comenzaron a surgir las primeras criaturas. No eran demonios comunes. No tenían forma fija. Eran fragmentos del miedo, residuos de las emociones humanas corrompidas. Algunos se arrastraban como sombras líquidas; otros caminaban erguidos, con rostros que se descomponían en una espiral de dientes y lamentos.
La ciudad cayó en pánico. Los gritos llenaron las calles. Las luces de los autos chocando, los vidrios estallando, los rezos mezclándose con el terror. Y entre el caos, el portal seguía expandiéndose.
—¡Debemos actuar ahora! —gritó Gabriel, desplegando sus alas doradas.
El rugido de su energía sacudió el suelo. Una onda luminosa arrasó el aire, empujando a las criaturas hacia atrás. Pero no bastaba.
Uriel y Asmodeo se miraron. No hicieron falta palabras. Ambos saltaron desde el balcón. En el aire, sus alas se abrieron con fuerza: un estallido rosa y celeste iluminó la noche como una aurora en medio del infierno.
Cayeron juntos, como dos meteoros de luz, impactando en el centro de la avenida principal. El suelo se fracturó. El sonido de sus alas resonó por toda la ciudad.
Uriel elevó las manos, y una explosión de energía purificadora barrió el asfalto, desintegrando a los demonios que los rodeaban. Asmodeo giró con precisión mortal, su espada de fuego azul trazando un arco que partía a las criaturas en dos.
Cada golpe suyo dejaba un eco de truenos, una promesa de destrucción divina.
—¡Por el cielo y por la tierra! —rugió Gabriel, descendiendo tras ellos, con el rostro iluminado por la furia.
Sus alas doradas se desplegaron, liberando una tormenta de fuego dorado que incineró a decenas de engendros. Los tres se alinearon. El trío celestial. El equilibrio de la creación. Pero Belial aún no se mostraba.
A lo lejos, el portal crecía. Una masa gigantesca comenzó a asomar: cuernos, garras, alas de humo. El aire se distorsionaba a su paso. Uriel sintió que el suelo temblaba bajo sus pies. Su corazón se aceleró.
—No… no puede ser —susurró.
Asmodeo lo miró de reojo, el sudor corriendo por su cuello.
—¿Qué ocurre?
—Eso no es Belial… —dijo Gabriel, con la voz quebrada—. Es lo que lo precede.
El cielo se abrió por completo. Y una criatura descomunal emergió del portal: una bestia formada de oscuridad y hueso, con mil ojos que lloraban sangre y alas hechas de fuego negro.
Era el Heraldo del Abismo. Una de las armas que Lucifer había prohibido usar incluso en la primera rebelión. El rugido de la bestia quebró el aire. Las ventanas estallaron en toda la ciudad. Los humanos comenzaron a caer de rodillas, desmayados, presas del terror. Uriel tembló. Sus alas vibraban al ritmo del miedo del mundo. Asmodeo lo tomó de la mano.
—Mírame.
Uriel levantó la vista.
—No lo hagas solo.
—¿Y si no basta?
—Entonces caeremos juntos.
Sus dedos se entrelazaron, y la fusión de sus energías desató un resplandor que iluminó todo el campo de batalla. Sus alas se entrelazaron en el aire, girando como un vórtice de color. Gabriel los observó, conmovido, y sonrió.
—Así es como se ve el amor del Padre —dijo. Y elevó su espada—. ¡Entonces luchemos por eso!
El primer choque fue devastador. El Heraldo descendió como un cometa, abriendo el suelo y lanzando llamas que se alzaron por kilómetros. Asmodeo se interpuso, recibiendo el impacto en pleno pecho. Su cuerpo fue lanzado contra un edificio, que colapsó con un estruendo. Uriel gritó su nombre. Gabriel, sin dudar, alzó una barrera dorada que contuvo las llamas.
—¡Asmodeo! —rugió Uriel, corriendo hacia los escombros.
El ex príncipe emergió cubierto de polvo, con una herida que ardía como carbón en el hombro.
—Sigo aquí —dijo entre jadeos—. No me librarán tan fácil.
Se impulsó al aire, directo hacia la bestia.
Su espada atravesó una de sus alas negras, arrancando un rugido que estremeció el cielo. El Heraldo giró, lanzando una descarga de energía oscura que chocó contra Uriel. El ángel se elevó, sus ojos brillando con una intensidad cegadora.
—¡Por la luz que me diste, Padre! ¡Por el amor que me enseñaste! —gritó, extendiendo los brazos.
Una tormenta rosada estalló desde su cuerpo. Miles de rayos de luz pura perforaron el cielo, impactando sobre la bestia. La criatura se estremeció, su cuerpo comenzando a desintegrarse.
Pero el precio fue alto. El suelo se abrió bajo ellos. El portal empezó a absorber todo a su alrededor: fuego, ruinas, cuerpos y luz.
Gabriel intentó cerrar la brecha, concentrando su poder. Asmodeo voló hacia Uriel, sujetándolo antes de que el vacío los arrastrara.
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Editado: 18.10.2025