El mundo se vuelve… distinto.
Uriel abre los ojos y el aire le corta la garganta como vidrio molido. Un cielo roto, lleno de grietas luminosas, se arquea sobre un paisaje imposible: ruinas flotando a distintas alturas, escaleras que no llevan a ningún sitio, mares de luz muerta que ondulan sin calor. El suelo bajo sus pies no es tierra: es una plancha de piedra negra atravesada por venas rojas, como si el lugar estuviera vivo y herido a la vez.
—Asmodeo… —susurra.
Él está ahí, de rodillas, jadeante, con las alas turquesa abiertas como un escudo. La herida del hombro aún humea, pero su mirada —azul profundo— encuentra a Uriel y el dolor se ordena detrás del amor.
—Estoy —responde, poniéndose de pie—. ¿Dónde…?
La respuesta llega con un olor: azufre viejo, orgullo fresco. La sombra cae como un telón y, cuando se recoge, Belial está de pie sobre una cornisa que flota a veinte pasos, con los brazos cruzados y una sonrisa que no muestra dientes.
—Bienvenidos al Umbral — dice— Ni cielo ni abismo. Mi patio trasero.
El lugar tiembla al nombrarlo. A lo lejos, un campanario fracturado se desprende de su base y navega por el aire como un barco triste. El eco del viento trae voces humanas, rezos en idiomas muertos, risas apagadas. Uriel siente su luz tensarse, como si cada una de esas voces quisiera anclarlo y romperlo a la vez.
—Gabriel nos buscará —dice Uriel, más para sí que para Belial.
—Que busque —responde el demonio, divertido—. No encontrará puertas. Aquí mando yo.
La plancha de piedra se fisura. De las grietas emergen criaturas sin forma fija torsos de humo con manos de hueso que revolotean como moscas grandes, atraídas por la luz de Uriel. Asmodeo da un paso adelante; la espada azul aparece en su mano como si siempre hubiera estado ahí.
—Atrás de mí —ordena.
Uriel le obedece, no por debilidad sino por estrategia. En el Umbral, comprende, la luz se gasta más rápido; cada gesto cuesta. Deja que Asmodeo marque el compás. El ex príncipe corta al primer enjambre y el humo chilla. Donde cae la espada, queda una cicatriz en el aire, una línea vibrante que mantiene a raya al resto. Belial aplaude despacio.
—Qué hermoso —dice—. El perro que muerde la mano del amo… y aprende a cantar.
—Ya no soy tuyo —responde Asmodeo sin mirarlo.
—Pero fuiste —replica Belial — Y el Umbral recuerda.
El suelo late una vez, como un corazón gigante. Uriel aprieta los dientes: con cada latido, su propia luz parece desincronizarse. Nota que a su alrededor, los mares de luz muerta absorben lentamente el resplandor rosa que emana de sus alas. Es un drenaje sutil, paciente.
—Está robándome —dice, entre dientes.
—Te bebe —corrige Belial, inclinando la cabeza — Este lugar está sediento de cielo. Y tú eres una fuente.
Asmodeo eleva la espada… y el Umbral muta. La cornisa de Belial se desplaza, como una pieza sobre un tablero vivo, y aparece ahora a su espalda. El demonio huele el miedo que se niegan: respira hondo; su pecho se llena del perfume dulce de la desesperación reprimida.
—Hagamos esto interesante —sonríe.
Chasquea los dedos. De la grieta más cercana emerge una cadena hecha de sombras densas. No busca a Asmodeo. Busca a Uriel, se enrosca como una serpiente y le abraza el torso. Arde frío. El ángel cae de rodillas; su luz chisporrotea.
—¡No! —Asmodeo se lanza, corta el primer eslabón, luego el segundo; la cadena se recompone al instante, la herida de sombra cerrándose como carne vil.
—No rompes lo que obedece a este lugar —murmura Belial— Pero puedes ofrecer algo a cambio.
Uriel levanta la mirada. No es súplica; es advertencia.
—No lo escuches.
—Te conozco —continúa Belial, ignorándolo— Si pudiera prometerte que él no sufriría, ¿qué parte de ti volvería a mí voluntaria? Una noche. Un nombre. Un gesto. ¿Qué me darías, Asmodeo, para callar este grito?
Asmodeo aprieta la mandíbula. El Umbral lleva su voz de niño y la hace resonar; le devuelve la noche en que juró poder por encima del amor. Uriel ve el temblor y da un tirón a la cadena, acercándola al filo azul; el metal oscuro se ahúma, no cede. La plancha de piedra late de nuevo. Uriel pierde un poco más de color.
—No negocies —dice, y cada sílaba le cuesta—. Si compramos paz con sombra, mañana pedirán el resto.
—Mañana —repite Belial, encantado — Adoro que pronuncies el tiempo como si fuera tu amigo.
La cornisa del demonio desciende, hasta que están casi a la misma altura. Lo separa de ellos un abismo vertical: un tajo en la realidad por el que caen, sin fin, campanas, columnas, retratos rajados, relicarios abiertos. Belial da un paso al borde, divertido, y el borde no cede. El Umbral le pertenece.
—Ven, Asmodeo —invita, extendiendo una mano pulcra—. Cruza. Deja al ángel con su luz. Te devolveré tu trono. Serás mi espada contra Lucifer. ¿No te tienta esa ironía?
Asmodeo ríe, áspero.
—Aprendí a reír contigo y a amar sin ti —dice—. Elige tú el recuerdo que prefieres.
Y salta.
No hacia Belial. Hacia el abismo vertical. Se deja caer dos metros, tres; el viento le despeina el cabello oscuro. Abre las alas a medio camino y, en lugar de volar hacia arriba, planea a ras del tajo, pega la espalda a la pared y asciende en una espiral cerrada, ganando posición detrás del demonio.
Belial alcanza a girar… tarde. Asmodeo clava la espada en la sombra de su pie. La cornisa, viva, se queja; por un segundo el Umbral deja de obedecer.
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Editado: 18.10.2025