El Umbral se abre como una herida.
El filo negro que descendía desde el cielo se curva, se fragmenta, y de su interior surge una figura. Lucifer no cae: camina sobre la nada, y cada paso hace que la oscuridad tiemble y se vuelva silencio.
El resplandor de su presencia apaga toda luz, incluso la del fuego. Sus ojos, profundos como pozos sin fondo, miran a Uriel con una mezcla de desprecio y curiosidad. A su alrededor, las ruinas flotantes del Umbral comienzan a girar en espiral, formando una catedral de piedra muerta.
Asmodeo aprieta la espada azul con fuerza.
Sabe que no hay peor enemigo que aquel que conoce el amor… y lo desprecia. Lucifer sonríe, con la calma de quien no necesita alzar la voz para destruir.
—Has cambiado, Asmodeo. Tu luz es… repulsiva.
—Mi luz nació de lo que tú negaste —responde el ex príncipe — Del amor que despreciaste.
Lucifer inclina la cabeza.
—¿Amor? —se ríe suavemente — Un invento del Padre para mantenerlos dóciles. Míralo, Uriel… ¿de verdad crees que ese fuego es más fuerte que yo?
Uriel levanta la mirada, sus alas rosadas resplandeciendo entre los relámpagos.
—El amor no es fuego ni obediencia. Es elección. Y yo lo elegí… incluso cuando el cielo me cerró sus puertas.
El suelo tiembla. Belial retrocede, observando la escena con una mezcla de miedo y fascinación. Lucifer extiende la mano. Un círculo negro aparece bajo los pies de Uriel, expandiéndose como una mancha.
De él surgen cadenas de sombra, más densas que cualquier oscuridad.
—Entonces, muéstrame el precio de esa elección.
Las cadenas se lanzan hacia el ángel, buscando envolver sus alas. Pero Asmodeo se interpone, clavando su espada en el suelo. Una onda turquesa atraviesa la oscuridad y detiene las cadenas por un instante. Lucifer arquea una ceja.
—Te atreves a desafiarme otra vez, Asmodeo. ¿Olvidaste quién te enseñó a hablarle al fuego?
—No —responde el demonio redimido, avanzando— Pero aprendí que el fuego también puede dar vida.
Ambos chocan. La luz y la sombra colisionan con tal fuerza que el Umbral se agrieta. Los mares de luz muerta hierven; los fragmentos de piedra flotante estallan como cristales. El eco del impacto se oye más allá del tiempo.
Uriel se eleva, los ojos llenos de lágrimas que no caen. Su pecho arde: la energía celestial intenta expandirse, pero el Umbral la ahoga. Entonces recuerda las palabras del Padre:
El amor es el poder que no se impone, sino que se entrega.
Abre los brazos. Su luz se expande suavemente, no con violencia, sino con ternura. Las ruinas que los rodean se detienen, como si reconocieran algo sagrado. Incluso las sombras se suavizan ante la pureza de esa vibración. Asmodeo, al sentirla, sonríe entre el combate. La espada azul vibra y se tiñe de rosa; la energía de ambos se fusiona, como si sus almas se abrazaran a través del filo. Lucifer retrocede un paso. Por primera vez, parece molesto.
—¿Qué es esto? —gruñe—. ¡Eso no es poder celestial! —No —responde Uriel, descendiendo junto a Asmodeo— Es algo que tú nunca comprendiste.
—¡Silencio! —ruge Lucifer.
Una columna de fuego negro cae sobre ellos, arrasándolo todo. Belial grita, cubriéndose el rostro. Las ruinas se derriten, los mares hierven, el aire se corta como cuchillas. Y aun así… una esfera de luz permanece en el centro del cataclismo. Dentro, Uriel y Asmodeo se sostienen de las manos, sus alas entrelazadas, formando un solo resplandor: una fusión de rosa y turquesa. El fuego oscuro no los toca.
—El amor no se rinde —susurra Uriel, apenas audible.
—Ni ante ti, ni ante nadie —añade Asmodeo.
Lucifer alza ambas manos y el Umbral entero se estremece. Las ruinas flotantes comienzan a girar alrededor de él, transformándose en lanzas de piedra y metal. Las arroja todas a la vez, miles de proyectiles que silban como gritos antiguos. Uriel y Asmodeo abren sus alas, y de ellas surge una ráfaga de luz pura que desintegra cada una en pleno vuelo.
El impacto revienta el aire. Belial cae al suelo, cubriéndose con sus propias alas ennegrecidas.
—¡Padre del abismo, basta! —grita—. ¡Nos destruirás a todos!
Lucifer no lo escucha. Sus ojos están fijos en Uriel.
—Eres igual que Él —escupe—. Prometes libertad y siembras cadenas.
—No —responde el ángel, firme— Yo rompí las mías… incluso las que venían del cielo.
Por un instante, el Umbral entero se detiene.
Los relámpagos quedan suspendidos, las llamas se apagan. Lucifer da un paso atrás. Y entonces, una voz resuena. No proviene del cielo ni del abismo, sino de todas partes a la vez.
—Basta.
El sonido se convierte en viento, en perfume, en silencio. Los tres caen de rodillas. El Umbral tiembla y se fragmenta en mil destellos. Las cadenas desaparecen.
Lucifer levanta la vista, incrédulo.
—Padre…
La voz no responde con palabras, solo con luz. Una luz dorada, cálida, infinita, que atraviesa el aire y envuelve a todos. Uriel siente que su alma se disuelve, pero no en dolor, sino en paz.
El amor que no teme es el único que puede domar la oscuridad.
Lucifer cierra los ojos con un gesto de enojo y desaparece, arrastrando consigo las sombras. Belial se desvanece entre las grietas del Umbral, devorado por su propio miedo. Y solo quedan ellos dos. Uriel y Asmodeo, suspendidos sobre un vacío que ahora se cierra lentamente. Sus alas brillan como el amanecer.
—Lo logramos —susurra Asmodeo.
—No, amor mío… apenas empieza —responde Uriel, tocándole el rostro con ternura— El mundo nos necesitará más que nunca.
Abajo, las ruinas comienzan a caer. El Umbral desaparece, dejando tras de sí solo el aire fresco del amanecer. Ambos flotan unos segundos antes de descender a la tierra. Sus alas se pliegan, sus corazones laten al unísono. El amanecer tiñe de oro la piel de Uriel y el cabello oscuro de Asmodeo. El cielo, esta vez, no se cierra. Solo guarda silencio… observando.
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Editado: 18.10.2025