El amanecer llegó, pero la luz no se atrevió a tocar la tierra.
El mundo había cambiado. Las ruinas del Umbral flotaban en el aire como restos de un sueño quebrado. El aire olía a hierro, a memoria y a miedo. En el centro del valle, Uriel y Asmodeo se mantenían de pie, exhaustos, con las alas desplegadas todavía cubiertas por ceniza. El silencio era tan profundo que parecía gritar.
—Lucifer huyó —dijo Asmodeo, limpiando la sangre oscura de su espada—. Pero no fue destruido.
—No —respondió Uriel, con la mirada fija en el horizonte — Solo fue reemplazado.
Un temblor recorrió la tierra. Las grietas del suelo se iluminaron con un resplandor plateado, frío. Y del centro de ese resplandor emergió una figura un joven.
Su cuerpo parecía humano, pero su piel era translúcida, como cristal líquido. Sus ojos, grises y vacíos, no tenían iris ni pupila. Cabellos blancos caían sobre su rostro como una cortina de nieve, y en su espalda, en lugar de alas, brotaban fragmentos flotantes de obsidiana que giraban a su alrededor como cuchillas.
Sonreía con una serenidad inhumana.
—Así que ustedes son los elegidos de la luz —dijo con voz suave, casi amable— Qué decepción.
Su presencia descomponía el aire. La hierba bajo sus pies se marchitaba, y el viento se detenía a escucharlo.
—¿Quién eres? —preguntó Uriel, sintiendo cómo su luz interior reaccionaba con angustia.
El joven inclinó la cabeza.
—Soy Cael.
La primera palabra que el Padre olvidó pronunciar. El eco del amor que se perdió cuando Él creó la oscuridad. Asmodeo dio un paso adelante, interponiéndose entre ambos.
—No eres más que una ilusión del abismo.
—No, príncipe —sonrió Cael— Soy el abismo recordándose a sí mismo.
El suelo se abrió bajo ellos. Miles de sombras surgieron, no como cuerpos, sino como pensamientos que adquirían forma: recuerdos, rostros, promesas. Cada uno era una memoria devorada, que clamaba en lenguas sin sentido.
Uriel apretó los dientes. Su luz interior trataba de repeler la oscuridad, pero la influencia del joven era distinta. No quemaba: borraba. Cada segundo cerca de Cael era una pérdida. Olvidó cómo sonaba la risa de Asmodeo. Olvidó la calidez del amanecer sobre sus alas. Olvidó por qué amaba tanto.
—¿Lo sientes? —preguntó el joven, acercándose lentamente— El vacío no duele. Solo limpia.
Uriel retrocedió, confuso. Su pecho ardía, pero su mente se nublaba. Intentó hablar, pero no recordaba las palabras. Asmodeo rugió.
—¡Aléjate de él!
Corrió hacia Cael y desató un ataque con toda su energía celeste. La espada turquesa cortó el aire, dejando un surco de fuego azul. Pero Cael levantó una mano… y el golpe desapareció.
Simplemente no existió. La hoja, el fuego, la intención: todo fue borrado como si nunca hubiera sucedido. El eco del golpe se disolvió antes de nacer. Uriel cayó de rodillas.
—No puede ser…
—Sí puede —respondió Cael con calma—
Soy lo que viene después de la muerte… y antes del recuerdo. Soy el silencio entre dos latidos de existencia.
El joven avanzó hacia él. Cada paso que daba hacía que el mundo se volviera más opaco. El cielo perdió su azul. Las montañas se volvieron sombras. Incluso el resplandor de las alas de Uriel comenzó a desvanecerse.
Entonces Asmodeo lo abrazó por detrás, como un ancla. Sus brazos rodearon su pecho, su frente se apoyó en su hombro.
—No me olvides —susurró— No importa lo que borre, mírame y recuérdame.
Uriel tembló. Una chispa encendió su alma.
La palabra amor volvió a su mente como un eco lejano, pero fue suficiente. Sus ojos se iluminaron de rosa brillante. El resplandor se expandió desde su corazón, chocando contra el vacío y desgarrándolo.
Por primera vez, Cael retrocedió. Una grieta atravesó su mejilla cristalina, de la que brotó humo blanco.
—Así que aún puedes sentir —dijo con un tono más oscuro— Perfecto. El dolor hará que tu caída sea más pura.
Abrió los brazos. De su espalda surgió una columna de energía negra que subió hasta el cielo y lo partió en dos. De esa columna descendieron mil sombras humanas, todas sin rostro, todas susurrando la misma palabra:
Olvido.
El mundo entero tembló. El aire se llenó de lamentos, y el valle se convirtió en un campo de batalla entre el recuerdo y la nada.
Uriel alzó su espada de luz. Asmodeo, junto a él, desplegó sus alas turquesas. La unión de sus energías hizo que el aire se iluminara con un resplandor dorado y rosado que rompió el primer frente de sombras. Pero Cael no se movió. Solo observó, sonriente, como si todo fuera parte de una coreografía conocida.
—No pueden destruir lo que olvida ser destruido —susurró, y chasqueó los dedos.
En ese instante, Uriel y Asmodeo desaparecieron del tiempo. El viento se detuvo. El sonido cesó. El sol se apagó.
Cuando Uriel abrió los ojos, ya no estaba en el valle…. Sino en un lugar sin arriba ni abajo.
Un mar blanco, infinito, donde solo existía Cael, de pie frente a él.
—Este es el lugar donde las cosas que amaste dejan de ser reales —dijo el joven, mirándolo con compasión— Tu amor… tu historia… tu memoria… todo será mío.
Uriel dio un paso atrás, pero el suelo se curvaba como agua. El miedo lo atravesó, pero junto al miedo… vino el recuerdo.
Una voz. Un calor. Asmodeo. Y esa chispa, pequeña pero infinita, rompió el hechizo. Uriel rugió.
Su luz volvió con una fuerza descomunal. Las alas se desplegaron, llenando el vacío con miles de fragmentos de recuerdos. Su amor por Asmodeo se transformó en fuego puro. El mar blanco comenzó a derretirse. Cael lo miró sorprendido por primera vez.
—¿Qué estás haciendo?
—Reescribiendo la historia —dijo Uriel, avanzando con los ojos encendidos— La memoria no muere mientras alguien ame.
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Editado: 18.10.2025