El vacío vibraba como una herida abierta. Los fragmentos de cristal blanco aún flotaban a su alrededor, reflejando mil versiones distorsionadas de una misma verdad. Uriel y Asmodeo permanecían juntos, de pie en medio de ese océano suspendido, rodeados por ecos de una realidad que se deshacía como humo.
Cael, el Niño del Vacío, se mantenía erguido frente a ellos. Su rostro no mostraba miedo, sino una serenidad extraña, casi infantil. Sus ojos sin color se movieron lentamente entre ambos, y su voz resonó como un eco que provenía de todas direcciones a la vez.
—No pueden destruir lo que no existe. Soy la ausencia… el espacio entre los recuerdos. Soy el olvido, y todos los que aman terminan en mí.
Asmodeo dio un paso adelante. Sus alas celestes se desplegaron por completo, ardiendo con la misma intensidad de un sol al amanecer.
—No, Cael —dijo con voz firme— Tú no eres el olvido. Eres el miedo a recordar… y nosotros no tememos.
Uriel, a su lado, extendió su mano. Su luz rosada se encendió primero como una llama tenue, luego como un estallido que iluminó los infinitos espejos. Cada reflejo comenzó a romperse, uno por uno, como si su luz no solo los destrozara, sino que los reemplazara por verdad.
—Nosotros somos el amor —dijo el arcángel— Y el amor no desaparece… ni siquiera cuando todo lo demás se ha ido.
El vacío rugió. Cael gritó, extendiendo los brazos. Del suelo surgieron columnas de sombra líquida, retorciéndose como serpientes. Cada una trató de enredar a los dos amantes, sofocarlos, dividirlos. Pero las manos de Uriel y Asmodeo no se soltaron. En cambio, se entrelazaron con más fuerza.
El contacto de sus dedos provocó una reacción devastadora. La luz turquesa y la rosada se fusionaron, girando en espiral hasta volverse blanca y dorada. De esa unión nació un resplandor nuevo, una llama sin nombre que ardía con compasión y fuego al mismo tiempo.
—¿Qué es eso? —Cael retrocedió, por primera vez con terror en los ojos.
—Es el amor que trasciende el cielo y el abismo —respondió Uriel— El amor que el Padre no impone, ni la oscuridad entiende.
La explosión fue silenciosa y hermosa.
No hubo sonido, solo luz. Una ola dorada se expandió en todas direcciones, disolviendo la sombra, los espejos, las columnas y el vacío mismo. Cael gritó, su voz multiplicándose en miles de ecos que se desvanecían uno tras otro.
Su cuerpo comenzó a fracturarse, cada grieta revelando destellos de lo que una vez fue: una chispa pura, perdida antes del tiempo. Antes de desaparecer, murmuró con una voz casi humana:
—Entonces… el amor… era la respuesta…
Y se desintegró. Sin explosiones ni fuego. Solo silencio y paz. El vacío colapsó. Uriel y Asmodeo flotaron por unos instantes suspendidos entre fragmentos de luz que se reordenaban. El universo, agradecido, reconstruía sus bordes alrededor de ellos. Las estrellas regresaban a sus lugares. El tiempo volvía a fluir.
El aire cambió. La tierra firme se formó bajo sus pies. El sonido del mar, el susurro del viento, la vida todo volvió. Habían regresado a la tierra. El sol, cálido y suave, los recibió con un abrazo silencioso. Uriel respiró profundamente; por primera vez en lo que le parecía una eternidad, sintió el perfume del mundo. Asmodeo sonrió, observándolo.
—Lo hicimos —dijo, su voz aún vibrando con la emoción contenida.
Uriel lo miró con ternura.
—Nunca dudé de ti. Ni de mí. Ni de esto —sus dedos rozaron su pecho, sobre su corazón— Esto es lo que nos mantiene vivos.
Asmodeo lo abrazó, hundiendo el rostro en su cuello. Durante un largo momento, no existió nada más: ni el cielo, ni el abismo, ni los ecos del pasado. Solo ellos, dos seres que desafiaron lo imposible y lo vencieron juntos. Pero a la distancia, en un lugar donde la luz no llegaba, dos presencias observaban.
Lucifer, el Portador de la Primera Luz, se hallaba sentado sobre un trono de obsidiana y fuego. Sus ojos dorados seguían el resplandor de la tierra como si mirara un cuadro en movimiento. A su lado, Belial, su lugarteniente, sonreía con sarcasmo.
—Lo destruyeron —dijo Belial con voz grave— Al olvido mismo. ¿No te preocupa, mi señor?
Lucifer entrecerró los ojos, observando cómo Uriel y Asmodeo caminaban tomados de la mano entre los restos del amanecer.
—No —respondió— Solo me intriga. Cada vez que el amor vence, se aproxima a mí… y me recuerda lo que perdí. Y cada vez que brilla… más me tienta apagarlo.
Belial soltó una carcajada seca.
—Entonces, ¿actuaremos?
—No —Lucifer lo detuvo, levantando una mano— Aún no. Déjalos creer en su paz. El amor que desafía al abismo es fuerte… pero también frágil. Solo necesita una grieta. Una duda. Una sombra.
Ambos observaron mientras el fuego del trono se extinguía lentamente.
—Pronto, Belial —dijo Lucifer con voz calma, casi dulce— Pronto la tierra recordará que incluso los ángeles más puros… pueden caer dos veces.
El abismo rugió, estremecido, como si respondiera a su voluntad. Las sombras se movieron bajo sus pies, despertando. Y en la tierra, lejos de todo mal, Uriel y Asmodeo se abrazaron bajo la primera lluvia después de la tormenta, sin saber que el resplandor de su amor estaba a punto de ser probado por algo que ni siquiera el cielo había previsto.
Mientras Uriel apoya la frente sobre el pecho de Asmodeo, una pluma negra cae del cielo…
pero no arde ni se disuelve. Permanece intacta, palpitando como un corazón.
La guerra no terminó. Solo cambió de forma.
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Editado: 18.10.2025